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VOICE OVER

breve encuentro

breve encuentro


Brief encounter

Director: David Lean.

Guión: David Lean y Roanld Noame, basado en la obra de Noel Coward.

Intérpretes: Celia Johnson, Trevor Howard, Stanley Holloway, Joyce Carey, Cyril Raymond, Everly Gregg

Fotografía: Robert Krasker

GB. 1945. 87 minutos.

 


 

 

Intimismo febril

 

 

Brief encounter fue la tercera película de David Lean, aún de filiación británica, y rodada inmediatamente antes que Great Expectations. Teniendo en cuenta que a Lean se le recuerda sobretodo por sus megalómanas (y brillantes) superproducciones, no deja de producir perplejidad que se diera a conocer con este ejercicio de intimismo me atrevería a decir febril, renuente a excesos de cualquier tipo.

 

 

Microcosmos emocionales

 

Más allá del halo mítico de la cinta, que lo conserva, y de la embriagadora sugerencia que emanan los primeros planos de sus protagonistas, sometidos continuamente a los juegos de luces y sombras, destaca del filme su estructura narrativa, engrasada a partir de la sucesión de acontecimientos en idénticos espacios –la cafetería de la estación, el andén, el restaurante, el cine, el puente, etc- que devienen testigos mudos de una progresión dramática que no por anunciada de buen principio pierde intensidad (al respecto, no está de más decir que Lean hace una fantástica utilización del flashback y de la voz en off como instrumentos narrativos).

 

 

Fogosidad/fugacidad

 

     La fogosidad y fugacidad del humeante tren que atraviesa raudo la estación –y que se repite en diversas ocasiones a lo largo del metraje- son el perfecto leit-motiv de la película, símbolo obvio del inexorable fin al que se halla sometido el amor fou desatado entre los personajes (tal como ya se anuncia al principio, y cobra toda su signifiación en la repetición de la secuencia en el desenlace), alto precio a pagar para conservar el statu quo (y las apariencias), para perpetuar las convenciones sociales que son el motor de la pequeña comunidad que retrata el filme, y por extensión de la sociedad occidental contemporánea.

Harry el sucio

Harry el sucio


Dirty Harry

Director: Don Siegel.

Guión: Dean Reisner, Harry Julian Fink y Rita M. Fink.

Intérpretes: Clint Eastwood, Harry Guardino, Reni Santoni, John Vernon, Andrew Robinson, John Mitchum.

Música: Lalo Schifrin.

Fotografía: Bruce Surtees.

EEUU. 1971. 104 minutos.

 


 

 

Mala leche

 

 

Considero innecesario entrar a debatir la reputación de filofacha que se ganó el personaje de Harry Callahan (y por extensión el propio Eastwood, que desde entonces ha podido desacreditarlas con maestría en una filmografía trufada de filmes de la talla cinematográfica y discursiva de A perfect world y Mystic River), la realidad de los mensajes subversivos que la película de Don Siegel (y la retahila de secuelas –por lo que sé, muy inferiores a la original-) presuntamente despachaba, o incluso la lectura política sui generis de una obra como la que nos ocupa. Vista hoy, treinta y tantos años después de su estreno, Dirty Harry nos hace añorar aquellos años en los que el thriller de fábrica hollywoodiense respiraba una mala leche y una sobriedad que con el paso del tiempo languideció y traspasó las fronteras del limbo. Películas dirigidas por el propio Siegel, por Richard Fleischer, por Sidney Lumet, por Alan J. Pakula o por William Friedkin (autor de la que quizá señorea en los anales del reconocimiento crítico esa forma de narrar y esa obsesión tonal por lo descarnado: French connection, filme oscarizado en 1973) y que no refinaban ni sofisticaban la narración porque se sustentaban en una estética y discurso que a menudo traspasaba las fronteras de este actual Código Hays al que denominamos “lo políticamente correcto” (tampoco es baladí relacionar con ello, y de forma íntima, la precaria situación económica –y las perniciosas consecuencias en lo social- del país de las barras y estrellas, y el clima de paranoia suscitado por los políticos y el oscurecimiento y final derrota en el conflicto militar en el sudeste asiático).

 

 

Método Callahan

 

Pero centrémonos en este filme de Siegel, del que debe decirse que es un auténtico clásico del género en lo concerniente a la estructura argumental y al tratamiento de los personajes. En sus imágenes, añejas como el buen vino, reconocemos múltiples ecos posteriores, tan variopintos como puedan ser el tránsito que va de filmes afiliados a los cánones del suspense como The silence of the lambs a productos de acción pura al estilo Die Hard with a vengeance –capítulo aparte merecen las diversas secuelas del filme, probablemente la mejor de las cuales sea Sudden Impact, dirigida por el propio Eastwood en 1983-. El nihilismo lacónico de Callahan es motor necesario y suficiente para hacer avanzar una trama lineal que no se distrae con tangencialidades del tipo whodunit o sentimentalismos diversos. Y al desenlace, no parece haber luz al final del túnel, antes al contrario, el inspector desecha la placa del cuerpo de policía, repudiando lo que la corrección política nos obliga a ensalzar. Siegel, que no juzga ni promulga, es el ojo omnisciente. Y en el cine el ojo omnisciente -cada plano, cada encuadre- no es el que lo sabe todo, sino el que sabe seleccionar mejor cuáles son las dudas que nos corroen.

de nens

de nens


De Nens

Director: Joaquim Jordà.

Guión: Joaquim Jordà, Laia Manresa.

Música: Albert Pla.

Fotografía: Enric Daví, Carles Gusí.

España. 2004. 170 minutos.

 


 

 

El Caso Raval

 

El ninguneo sistemático al que suelen condenarse las obras de los autores underground (y Joaquím Jordà lo ha sido siempre) no se cebó especialmente con esta “De nens”, longevo documental que parte del enjuiciamiento del denominado “Caso Raval”, y que fue exhibido –un par de semanas- en un sala del cine Verdi Park de Barcelona, además de saludada por la práctica totalidad de los críticos como una obra imprescindible. Que lo es: durante tres horas -densas, tensas, fugaces-, la cámara de Jordà aborda sin complejos el tristemente célebre juicio ventilado ante la Audiencia Provincial de Barcelona por presuntos delitos de agresiones sexuales a menores; y con un irreductible afán investigador, escruta a fondo en los elementos y acontecimientos judiciales y extrajudiciales que sin duda concurrieron en (lo que todavía es, pero menos) aquella nebulosa definida por los mass media como “Caso Raval”.

 

Arquitectura narrativa

El filme pasa por ser una especie de segunda parte del libro “Raval. Del amor a los niños”, de Arcadi Espada, por cuanto retoma el curso de los hechos donde lo dejara la obra de sociólogo, que se centraba en el análisis de lo acontecido en los meses estivales de 1997, cuando se desencadenó el affaire y los medios de comunicación desplegaron sus distorsionantes ecos de resonancia. Conozco el libro de Espada, y puedo decir que esa correlación interdisciplinar no debe extenderse extramuros de la mera cronología de los hechos, en tanto que la propuesta del filme, amén de perfectamente cohesionada desde el punto de vista cinematográfico, contiene un discurso autónomo y sin fisuras, perfectamente comprensible sin necesidad de recurrir a cualesquiera antecedentes. El auténtico ejercicio caleidoscópico que Joaquím Jordà despliega en “De nens” se sitúa a tres niveles narrativos, que van intercalándose (y retroalimentándose) en una arquitectura narrativa de complejidad creciente: por un lado, el minucioso y ordenado seguimiento de las sucesivas sesiones del Juicio Oral; por otro, las diversas entrevistas a agentes periféricos, que participaron o conocieron a distintos niveles los acontecimientos urbanísticos que afectaron al otrora denominado barrio chino; y finalmente un tercer eslabón configurado a partir de diversas dramatizaciones –a cargo del grupo teatral “La vuelta”- que puntúan de forma lírica, y no siempre exenta de carga corrosiva, los diversos conceptos e ideas que el filme va desgranando (función ésta compartida con la partitura musical de Albert Pla, que aparece y desaparece de forma fragmentada en múltiples momentos del metraje, pero en todo caso con una finalidad narrativa evidente –no es baladí apuntar al respecto que una interpretación del cantautor de una de sus piezas clásicas, La nana de l’Antonio, le sirve a Jordà como introducción al retrato del enjuiciamiento de Xavier Tamarit, Jaume Lli, Antonio Durán, Nuria Martín y Josefa Guijarro, quienes compartieron el banquillo de los acusados).

 

Due process in law

En lo concerniente a la Vista Pública (lo que profanamente denominamos “el juicio”), Jordà tiene pocas más contemplaciones que el órgano judicial a la hora de despachar su cometido, pero ese cometido está en las antípodas de aquél: ninguno de los actores judiciales (magistrados, acusaciones públicas y particulares, defensas, acusados, testigos y peritos) queda libre de los estudiados encuadres –a menudo en primeros y primerísimos planos- de la cámara, que, resiguiendo con punta fina el completo desarrollo del pleito, destripa sin piedad lo que la realidad esconde tras las muchas convenciones sobre el due process in law, lo que de la actividad jurisdiccional es dable esperar (especialmente en lo referido al cumplimiento de las garantías procesales constitucionales), y es capaz de sembrar dudas de envergadura sobre los hechos de referencia, que contrastan tristemente con los dogmáticos axiomas que mueven, por un lado, la actuación (y ulterior decisión en Sentencia) de los magistrados, y, por otro, la cobertura periodística, no exenta de un patente deje amarillista.

 

Vencedores y vencidos

Sobreimpresionado a ello, cual pertinente diorama, planea la descripción de las actuaciones urbanísticas de herencia olímpica llevadas a cabo en el barrio barcelonés, los intereses confrontados, las resoluciones adoptadas, sus beneficiarios y sus perjudicados. Se identifican en todo momento las fuentes, y no se concede mayor beneficio (de la duda) a quienes –como Joan Clos, que fuera regidor de Ciutat Vella y que en su día abanderara el proyecto de intervención urbanística integral en el casco antiguo, o el responsable de RECIVESA, la empresa adjudicataria de las obras públicas de rehabilitación- rehusan aparecer en pantalla. En un momento central del filme, el antropólogo Manuel Delgado establece una distinción entre la ciudad que se vislumbra en los despachos políticos –con sus planificaciones y sus PERIs- y la ciudad real implantada como un curioso entramado de subjetividades, de intereses enfrentados y de verdades ocultas. Jordà plasma en imágenes esa contradictoria relación, que está llamada a ser confrontación, una confrontación que siempre tiene vencedores y vencidos, y siempre en idéntica regla de proporcionalidad, vencen los que disponen del poder, y son vencidos... los que quedan más alejados de su influencia, los excluidos.

 

La utopía de la justicia

De nens es, a la postre, una agudo retrato de los tiempos que corren, un candente testimonio de la impunidad del poder y sus mecanismos de consolidación en el tejido social. Es también un fundamental exponente del cine de juicios, emparentado más estrechamente de lo aparente con JFK, de Oliver Stone, otra obra de filiación documentalista, con la que comparte el cuestionamiento de la evidencia mediante la evidencia más evidente (y perdón por el retruécano). Una de sus muchas reflexiones versa sobre la utopía de la justicia, sobre la imposibilidad práctica de conocer la Verdad. Y ante esa imposibilidad, sobre cuáles son las verdades que prevalecen por encima de las otras, que son desechadas. Jordà no responde, no juzga, declina jugar a arrojar luz sobre la oscuridad. Pero su valentía estriba en recordarnos que nos movemos en esa oscuridad. Y eso ya es mucho.

Nixon

Nixon


Nixon

Director: Oliver Stone.

Guión Oliver Stone, Christopher Wilkinson, Stephen J. Rivele.

Intérpretes: Anthony Hopkins, Joan Allen, Powers Boothe, David Hyde Pierce, Ed Harris, Bob Hoskins, E. G. Marshall, James Woods.

Música: John Williams.

Fotografía: Robert Richardson

EEUU. 1995. 172 minutos.

 


 

 

Le toca a Nixon

 

 

Continuando con su particular hazaña desmitificadora de los años sesenta y setenta del siglo pasado en su país natal, Oliver Stone acometió en 1995 una afanosa radiografía, de auténticos ribetes psicoanalíticos, de la figura humana y política del Presidente Richard Nixon. Tras el que por entonces era díptico sobre Vietnam (Platoon y Born on the 4th of July, que después se convirtió en trilogía con Heaven & Earth), la tesis cinematográfica sobre la conspiración para matar al presidente Kennedy en Dallas en 1963 (JFK) y el anárquico biopic de Jim Morrison (The Doors), Stone ponía en la picota a uno de los personajes más controvertidos (y denigrados, tras el escándalo Watergate) de la reciente historia del país de las barras y estrellas.

 

 

Estructura

 

Como sucediera después con su denostada Alexander, el planteamiento del filme guarda evidentes concomitancias con Ciudadano Kane, y Stone no omite un cierto deseo por establecer paralelismos dramáticos entre el Nixon de su película y William Randolph Hearst, personaje que inspirara al Kane de la obra maestra de Welles. La historia, de larga duración, se deshoja secuencialmente en tres planos narrativos: la infancia y adolescencia de Nixon –visualmente identificados en un tono sepia, y donde aquellas ínfulas psicoanalíticas se despachan con detalle-, un repaso bastante exhaustivo de su carrera política –enriquecido con infinidad de agentes y circunstancias que complican el visionado del profano, pero que por el mismo motivo otorgan una sana densidad a los propósitos narrativos del filme-, y finalmente, en una especie de afán por cerrar el círculo del primer orden narrativo, la película se explaya en la minuciosa narración del asunto Watergate y la posterior dimisión del mandatario.

 

 

Un hombre solo

 

Sin lograr la intensidad de su mejor película, JFK, Nixon se revela como una inteligente aproximación al Presidente republicano, filmada y montada con la solvencia habitual de los filmes de Stone, y que arroja  luz sobre la figura y actos de un Jefe de Estado al que la historia relaciona, acaso injustamente, sólo con el escándalo Watergate y con la retirada de Vietnam. Bajo el cúmulo de reflexiones que propone la película, al espectador conocedor de la filmografía de su realizador no se le escapa el afán de éste por denunciar los círculos viciosos de un sistema que, como le confiesa el propio Nixon a una manifestante -en uno de los momentos de carga discursiva más patente del filme- es una bestia salvaje que escapa del alcance incluso del que se supone el hombre más poderoso del mundo.

 

 

Actores

 

Mención aparte merece el memorable reparto del filme, encabezado por un tan inspirado como excesivo Anthony Hopkins y secundado por una auténtica retahíla de nombres ilustres: Joan Allen, James Woods, Bob Hoskins, Mary Steenburgen, Paul Sorvino, Powers Boothe, Ed Harris, E.G. Marshall, David Paymer, J.T.Walsh y Dan Hedaya. Ahí es nada. (Y no he contado a Larry Hagman, cuyo papel de “Jack”, un petrolero millonario de la derecha más reaccionaria, se erige como una auténtica parodia, de lo más envenenada, del J.R. de aquel serial tan americano, “Dallas”).

la pasión de Cristo

la pasión de Cristo


The Passion of the Christ

Director: Mel Gibson.

Guión: Mel Gibson y Benedict Fitzgerald, basado en el Nuevo Testamento.

Intérpretes: Jim Caveziel, Maya Morgenstern, Christo Jivkov, De Vito, Monica Bellucci, Mattia Sbragia.

Música: John Debney, Gingger Shankar.

Fotografía: Caleb Deschanel.

EEUU. 2004. 110 minutos.

 


 

 

Empeño hagiográfico

 

 

No voy a ocultar que sufrí, y bastante, durante el visionado de la película de Mel Gibson, lo cual puede ser motivo de aplauso o de reprobación. Aplauso porque indudablemente esta polémica incursión de Mel Gibson en el cine bíblico derrocha intensidad por todos sus poros, y está planteada y ejecutada con un esmero especial por los elementos: un espectacular diseño de producción, la equilibrada conjunción argumental entre un afilado empeño hagiográfico y una sobria descripción del entorno social en el que aconteció la historia (del que no es ajeno el uso del arameo y el latin vulgaris, uso que tiene un peso específico en la función), y una labor de casting de lo más inspirada.

 

 

     Tortura

 

En el otro lado del espejo, no puedo dejar de pensar que The passion of the Christ es una película ultraviolenta: dedica la práctica totalidad de su metraje a narrar la despiadada tortura y posterior asesinato de Jesucristo. Sin pretender juzgar las motivaciones del realizador –lo cual podría coadyuvar a la polémica, pero viciaría el análisis objetivo del filme-, ese irreductible empeño en detallar tanto el ensañamiento de unos como el sufrimiento inhumano de otro, ese pulso tan deliberadamente instintivo desmerece un tanto la capacidad discursiva que otros filmes (v.gr. Il Vangelo secondo Matteo, Jesus of Montreaux o The last temptation of Christ) sí hacían valer con contundencia. Sea como fuere, el análisis rigurosamente visual del filme nos habla de lo que ya sabíamos, del talante indómito, indomeñable, visceral y rudamente ostentoso del director de Braveheart, y su pericia, absolutamente innegable, por concebir, encuadrar y ensamblar con precisión las imágenes y extraer de ello la más pura (por dolorosa que resulte aquí) épica.

la habitación del pánico

la habitación del pánico


Panic Room

Director: David Fincher.

Guión: David Koepp.

Intérpretes: Jodie Foster, Forest Whitaker, Kristen Stewart, Dwight Yoakam, Jared Leto, Ann Magnuson

Música: Howard Shore.

Fotografía: Conrad W. Hall, Darius Khondji.

EEUU. 2002. 110 minutos.

 


 

 

Suspense y efectismo

 

 

El talante iconoclasta e irregular del realizador David Fincher dio un nuevo bandazo (¿en falso?) en esta Panic Room, pastiche mainstream en pura regla, alineado a los márgenes del cine de suspense, y que intenta en vano redefinir diversos conceptos recurrentes del género (a saber, la dualidad de puntos de vista, la claustrofobia como fuente de tensión, la intervención del azar), lo que da de resultas una obra indefinida, concienzudamente incongruente, a la vez casada y desafiante con todos sus referentes, y cuyas dosis de suspense acaban sucumbiendo en el filo del efectismo.

 

 

    Ejercicio de estilo

 

Ahí entra en juego el siempre controvertido David Fincher, cuya ejecución esteta del filme sin duda no defrauda a sus más acérrimos seguidores, si bien las filigranas visuales están a menudo viciadas de gratuidad, lo que empobrece un tanto el ejercicio de estilo en que en definitiva esta película se erige. Viendo campar a sus anchas ese prominente escote del sufrido personaje que encarna Jodie Foster, uno no sabe si Fincher quiere jugar a hacer de Hitchcock llevando al subconsciente del ojo espectador las pulsiones de su artificio de suspense, o simplemente quiere redimensionar el rol más mítico de la actriz, Clarice Starling. En todo caso es probable y precisamente la Foster quien, dotando de suficientes matices al personaje (y la historia que lleva a cuestas), consigue en algunos pasajes llevar la película a un estadio superior del mero (y a menudo impecable, eso sí) acabado formal, lumínico y musical.

 

 

     Inofensivo

 

Lo más extraño del caso es que sea David Koepp el firmante del libreto: el reputado guionista tiene más que demostrada su pericia en la elaboración de historias de este corte –alguna de ellas, incluso la ha dirigido él mismo-, que, amén de sus habilidades estructurales y dosificadoras de información, atraen por los sutiles poros de sus estrategias psicologistas. En Panic Room está claro que el bueno de Koepp planea más bajo de lo que es habitual en él. Aunque, en todo caso, lo que la película más echa de menos es precisamente su coda: la ambición: Panic room es un producto entretenido y a la postre inofensivo.

forever mine

forever mine


Forever Mine

Director: Paul Schrader.

Guión: Paul Schrader.

Intérpretes: Joseph Fiennes, Gretchen Mol, Ray Liotta, Vincent Laresca, Myk Watford, Lindsey Connell, Shannon Lawson.

Música: Angelo Badalamenti.

Fotografía: John Bailey

EEUU. 1999. 107 minutos.

 


 

 

Allan y Ella

 

 

Los nombres escogidos por Schrader para designar a los dos protagonistas de la historia de amor que en apariencia narra esta Forever Mine se erigen en una cacofonía de los protagonistas del génesis bíblico. Asimismo, Ella designa en castellano al género femenino en tercera persona del singular. Dos claros ejemplos del interlineado del director de Mishima, dos ejemplos que ya rinden buena cuenta del talante de esta película.

 

 

Amor fou

 

En ella, un estudiante con un trabajo de temporada –de verano- en un lujoso hotel de la costa de Florida, se enamora perdidamente de una joven casada, para más señas con un político corrupto. Manido planteamiento, ¿verdad? Pues el talante iconoclasta de Schrader late con fuerza bajo los aparentes códigos de una narración convencional de amor fou: Forever Mine es una personalísima traslación a la contemporaneidad del romanticismo más exacerbado, y su director y guionista pone su máximo empeño en deshojar lo que de exacerbado tienen los sentimientos de su protagonista, epicentro absoluto de la retahila de elementos externos que se refieren, por otra parte recurrentes en el cine de su autor (léase, la importancia del contexto económico, la fugaz pero sobria descripción de los entresijos de negocios sucios en las altas esferas neoyorkinas, y la resolución disfrazada de thriller al uso, con pistolas, vendettas y sangre).

 

 

     Schraderianas

 

El personaje encarnado por Fiennes inicia el filme con la narración en off, y fallece al final con otra voz en off para recordarnos el afán bigger than life del amor de Allan, de la historia. Y a fe mía que entre los dos momentos, el espectador recibe descargas de portentoso cine y un dechado de coherencia estilística y narrativa del autor de Taxi Driver (guión) y Affliction, cuyo esmero abarca todos los elementos cinematográficos: desde la iluminación casi naïf del hotel de Miami, a los tonos sombríos del desenlace de la cinta; desde la acusada utilización de primeros y primerísimos planos, al juego de autoreferencias -en ocasiones calcando planos, como en la secuencia de la cárcel (de Posibilidad de Escape), o ideas, como en la mano de Allan pasando por encima de las cosas materiales (como Travis en Taxi Driver)-; desde la retahíla incesante de frases culminantes y jaculatorias –del tipo el odio es un veneno que tomas antes de servirlo- hasta la continua remisión a los elementos religiosos (el rosario, el nombre de los amantes, la noche oscura vivida por Allan...) y a  las contradicciones de la religión católica (la secuenciación de los actos de contricción de Ella y sus consecuencias).

 

 

     El superhombre

 

El ritmo de Forever Mine es prodigioso, y ello obviando las convenciones y renegando con impunidad de los dogmas más o menos aceptados: la carga subjetiva máxima del filme, su entrega al personaje de Allan y su circunstancia, nos arrastra en su periplo vital y nos deja morir entregados a su victoria sobre lo tangible. Apuntalada con las melodías climáticas de Angelo Badalamenti, Forever Mine habla una vez más de la redención, aquí a través del amor desaforado y sin límites (por Ella, Gretchen Mol), pasión irreductible que convierte a su representante (Fiennes) en un superhombre, alguien por encima de las mediocridades inherentes al ser humano y al animal social. Schrader despacha todo eso con maestría. Schrader manda.

el precio del poder

el precio del poder


Scarface

Director: Brian De Palma.

Guión: Oliver Stone.

Intérpretes: Al Pacino, Steven Bauer, Michelle Pfeiffer, Robert Loggia, Maria Elizabeth Mastrantonio.

Música: Giorgio Moroder.

Fotografía: John A. Alonzo.

EEUU – 1979 – 160 minutos.

 


 

 

Pacino es Tony Montana

 

 

En los featurettes de la lujosa edición en DVD de esta Scarface, creo que es Martin Bregman –el productor- quien menciona que la composición de Al Pacino del personaje de Tony Montana es el referente absoluto de las últimas generaciones de actores en Hollywood. Aunque peque de excesivo, como corresponde a cualquier comentario cinéfilo de un productor de Hollywood, Bregman enfoca la admiración iconográfica que tantos años después aún despierta el modo en que el superlativo Pacino viste y calza la piel durísima de Montana, el Scarface de la película, héroe imposible que representa la virtud corrompida por el sistema: estimula los sentidos la capacidad del actor por situarse en las antípodas de su Michael Corleone y dibujar con todo lujo de excesos una trayectoria absolutamente lineal, en la que el contexto económico (la riqueza y sus desproporciones) representan la única matización (y por lo demás, secundaria) de un talante indócil desde el primer al último minuto del metraje.

 

  Los excesos del capitalismo

 

Antes de pelotones y demás parábolas contra la guerra de Vietnam, antes de entrevistar al Comandante, la iconoclasta y crítica percepción que (el aquí guionista) Oliver Stone tiene de su nación quedó patente en esta parábola brutal y confesa de los excesos del capitalismo, despachada desde ese prólogo con imágenes reales de la inmigración procedente de Cuba hasta su contraste en la minuciosa descripción de la opulencia a la que se ve abocado Montana. Stone deja patente, con extrema sobriedad, que la falta de escrúpulos y de cualquier atisbo de moralidad son al mismo tiempo la coda de funcionamiento y el vicio endémico del capitalismo, y (me parece igualmente importante) que en esa coyuntura cualquier inquietud cultural carece de relevancia (o, relacionado con lo anterior, es directamente  contraproducente, pues suele implicar una aprehensión de la vida en términos morales, y ello es del todo pernicioso para el éxito económico). Los instintos de Tony Montana carecen de censura: intenta agredir al acólito de Robert Loggia (F. Murray Abraham) cuando aún no es más que un pinche de cocina, más adelante aniquila a su mejor amigo cuando se siente agredido porque se lía con su hermana. Pero en esos instintos radica la ambición que es la clave de su éxito: la que le saca de la cárcel por asesinar a un político disidente, la que está a punto de finarlo bajo el filo de una sierra mecánica y acaba abriéndole las puertas al negocio; la que le lleva a enamorarse de la mujer-objeto que adorna a su jefe y a casarse con ella; la que le lleva a cometer todos los excesos absurdos del nuevo rico, tales como comprarse un leopardo. Pero esa clave del éxito se corresponde, por propia mecánica lógica, con la ola de fariseísmo que lo invade en los últimos compases, su afición a la droga, y su muerte (en ese sentido, interesa apreciar que uno de los primeros síntomas del inevitable fracaso se parangona con el que quizá es su único destello de moralidad: cuando se niega a asesinar a un burócrata porque su hija viaja con él en el coche que va a explosionar).

 

 

Intensidad depalmiana

 

Tras la cámara –no sin apasionantes contubernios previos, como corresponde a un filme de este calado- se puso De Palma. Y el director de Femme Fatale supo plasmar esa parábola iconoclasta en estrictos códigos de cine negro, al socaire de los designios hawksianos de su ilustre predecesor, y templando por tanto sus apetencias manieristas, aunque –por suerte- no lo suficiente como para desnaturalizar su autoría: su pulso late con fuerza en diversas de las set pièces más memorables del filme: los travellings laterales de la secuencia de la sierra mecánica, con los que alternamos la tortura de unos con los devaneos con las mujeres de otros; los mecanismos de relojería con que se despachan secuencias como la del (ya citado) frustrado asesinato en las puertas de Naciones Unidas; la brillante planificación y ejecución de las secuencias clímax, cuales son el intento de asesinato de Tony en el local de fiestas y, claro, el desenlace final.

 

 

  El mundo es tuyo”

 

Revisada más de veinte años después, Scarface da muestras de una buena salud inesperada: temáticamente sigue marcando el son de los tiempos que corren, visualmente mantiene intacta su mala baba y su oportuno efectismo (Tarantino, que es un director consciente de sus referentes, le rinde sincero homenaje en Kill Bill: por algo será). Y eso por no hablar de su aura mítica: nadie olvida el sintetizador de Moroder y a Pacino, tras eliminar a Robert Loggia, y esperando para llevarse a su mujer, Michelle Pffeifer, mirando al cielo, y revelando su credo no en un demiurgo personificado por la inmensidad del firmamento, sino en un cartel publicitario de un zepelín colgante, que reza “El mundo es tuyo”.