el precio del poder
Scarface
Director: Brian De Palma.
Guión: Oliver Stone.
Intérpretes: Al Pacino, Steven Bauer, Michelle Pfeiffer, Robert Loggia, Maria Elizabeth Mastrantonio.
Música: Giorgio Moroder.
Fotografía: John A. Alonzo.
EEUU – 1979 – 160 minutos.
En los featurettes de la lujosa edición en DVD de esta Scarface, creo que es Martin Bregman –el productor- quien menciona que la composición de Al Pacino del personaje de Tony Montana es el referente absoluto de las últimas generaciones de actores en Hollywood. Aunque peque de excesivo, como corresponde a cualquier comentario cinéfilo de un productor de Hollywood, Bregman enfoca la admiración iconográfica que tantos años después aún despierta el modo en que el superlativo Pacino viste y calza la piel durísima de Montana, el Scarface de la película, héroe imposible que representa la virtud corrompida por el sistema: estimula los sentidos la capacidad del actor por situarse en las antípodas de su Michael Corleone y dibujar con todo lujo de excesos una trayectoria absolutamente lineal, en la que el contexto económico (la riqueza y sus desproporciones) representan la única matización (y por lo demás, secundaria) de un talante indócil desde el primer al último minuto del metraje.
Los excesos del capitalismo
Antes de pelotones y demás parábolas contra la guerra de Vietnam, antes de entrevistar al Comandante, la iconoclasta y crítica percepción que (el aquí guionista) Oliver Stone tiene de su nación quedó patente en esta parábola brutal y confesa de los excesos del capitalismo, despachada desde ese prólogo con imágenes reales de la inmigración procedente de Cuba hasta su contraste en la minuciosa descripción de la opulencia a la que se ve abocado Montana. Stone deja patente, con extrema sobriedad, que la falta de escrúpulos y de cualquier atisbo de moralidad son al mismo tiempo la coda de funcionamiento y el vicio endémico del capitalismo, y (me parece igualmente importante) que en esa coyuntura cualquier inquietud cultural carece de relevancia (o, relacionado con lo anterior, es directamente contraproducente, pues suele implicar una aprehensión de la vida en términos morales, y ello es del todo pernicioso para el éxito económico). Los instintos de Tony Montana carecen de censura: intenta agredir al acólito de Robert Loggia (F. Murray Abraham) cuando aún no es más que un pinche de cocina, más adelante aniquila a su mejor amigo cuando se siente agredido porque se lía con su hermana. Pero en esos instintos radica la ambición que es la clave de su éxito: la que le saca de la cárcel por asesinar a un político disidente, la que está a punto de finarlo bajo el filo de una sierra mecánica y acaba abriéndole las puertas al negocio; la que le lleva a enamorarse de la mujer-objeto que adorna a su jefe y a casarse con ella; la que le lleva a cometer todos los excesos absurdos del nuevo rico, tales como comprarse un leopardo. Pero esa clave del éxito se corresponde, por propia mecánica lógica, con la ola de fariseísmo que lo invade en los últimos compases, su afición a la droga, y su muerte (en ese sentido, interesa apreciar que uno de los primeros síntomas del inevitable fracaso se parangona con el que quizá es su único destello de moralidad: cuando se niega a asesinar a un burócrata porque su hija viaja con él en el coche que va a explosionar).
Intensidad depalmiana
Tras la cámara –no sin apasionantes contubernios previos, como corresponde a un filme de este calado- se puso De Palma. Y el director de Femme Fatale supo plasmar esa parábola iconoclasta en estrictos códigos de cine negro, al socaire de los designios hawksianos de su ilustre predecesor, y templando por tanto sus apetencias manieristas, aunque –por suerte- no lo suficiente como para desnaturalizar su autoría: su pulso late con fuerza en diversas de las set pièces más memorables del filme: los travellings laterales de la secuencia de la sierra mecánica, con los que alternamos la tortura de unos con los devaneos con las mujeres de otros; los mecanismos de relojería con que se despachan secuencias como la del (ya citado) frustrado asesinato en las puertas de Naciones Unidas; la brillante planificación y ejecución de las secuencias clímax, cuales son el intento de asesinato de Tony en el local de fiestas y, claro, el desenlace final.
“El mundo es tuyo”
Revisada más de veinte años después, Scarface da muestras de una buena salud inesperada: temáticamente sigue marcando el son de los tiempos que corren, visualmente mantiene intacta su mala baba y su oportuno efectismo (Tarantino, que es un director consciente de sus referentes, le rinde sincero homenaje en Kill Bill: por algo será). Y eso por no hablar de su aura mítica: nadie olvida el sintetizador de Moroder y a Pacino, tras eliminar a Robert Loggia, y esperando para llevarse a su mujer, Michelle Pffeifer, mirando al cielo, y revelando su credo no en un demiurgo personificado por la inmensidad del firmamento, sino en un cartel publicitario de un zepelín colgante, que reza “El mundo es tuyo”.
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