fascinacion
Obsession.
Director: Brian De Palma
Guión: Brian De Palma y Paul Schrader.
Intérpretes: Cliff Robertson, Geneviève Bujold, John Lithgow.
Música: Bernard Herrman.
Fotografía: Vilmos Zsigmond
EEUU. 1979. 93 minutos.
Brian De Palma explicó en una entrevista que la idea de Obsession (que inicialmente debía llamarse Dejà vu) surgió durante una cena con Paul Schrader, tras acudir ambos a un cine de reestreno a ver Vertigo, la obra maestra de Hitchcock. En efecto, con esta película De Palma efectúa una revisitación de los postulados temáticos de aquella película –y, en parte, de Rebecca-, pero no un pastiche del estilo de sus posteriores Blow out, Dressed to Kill o Body Double (que le sacaban rosca a los epítomes hitchcockianos llevando al límite del maniqueísmo todo tipo de estrategias argumentales y formales), antes bien un sincero omaggio al legado del maestro londinense, un filme que reinventa su fondo desde su envoltorio, llevando a otros límites (o, si se prefiere, actualizando) la mirada al romanticismo exacerbado que habitaba en aquella ghost story protagonizada por James Stewart y Kim Novack.
Pasión y culpa
La premisa del filme incide en lo que podríamos definir como el relato-tipo del filme homenajeado, la narración de una pasión devoradora y necrófila: el protagonista del filme, Michael Coultard (Cliff Robertson) es un acaudalado empresario sureño que pierde a su amada esposa e hija de forma trágica (son secuestradas, y la intervención policial intercepta a los delincuentes, pero éstos tratan huir, y sufren un accidente de tráfico mortal), y que, quince años después, conoce a una joven italiana de facciones idénticas a las de su esposa, de quien por supuesto se enamora y se la lleva a vivir a su casa de Nueva Orleans, con intención de casarse con ella… Pero los resortes de esta trama, aunque simplificados de los que inicialmente propuso Schrader, van más allá de esa premisa romántica, y, por la misma vía del trampantojo como excusa argumental (Coultard es víctima de un complot contra él, un socio pretende quedarse con su dinero y su empresa), asoman tortuosas perturbaciones psicológicas (la culpa schraderiana, una vez más) e incluso se llega a sugerir (en una secuencia onírica) el espinoso terreno de lo incestuoso.
Melo gótico
Sin embargo, a pesar de la audacia y originalidad de esos planteamientos, De Palma no es Schrader, y no está especialmente interesado en el over narrativo. Al realizador de Scarface, más que los entuertos argumentales, en Obsession le interesan las maniobras visuales para desplegarlos. Para empezar, está su feliz asociación con dos genios de la talla de Vilmos Zsigmond (fotógrafo) y Bernard Herrman (música), ambos maestros que coadyuvan no con poco al portentoso despliegue atmosférico que articula la totalidad del metraje, imbuyendo la narración de un hálito a veces operístico o bordeando el melo (merced de la partitura de Herrman), dotando a las imágenes de texturas blanquecinas que nos dejan una perenne sensación de ensoñación (Zsigmond)… Su ayuda es inestimable, sin duda, pero es De Palma quien conjuga esas formas y engalana una puesta en escena que sin duda merece figurar entre las más antológicas de su realizador, por cuanto su manierismo, aunque innegable, sirve aquí a la perfección para sobredimensionar el suspense y todos los posos dramáticos que el filme pone en la picota (y no lo contrario, que es lo que sucede, por ejemplo, en muchos pasajes de las tres películas anteriormente citadas y otras del realizador, cuyos devaneos formales dejan demasiado rastro de su artificio, alejando, por así decirlo, al espectador del sino de los personajes). En Obsession, la cámara siempre en movimiento absorbe la mirada en sus motivos temáticos (v.gr. el leit-motiv de la iglesia), pasa por el tamiz de lo gótico los escenarios por los que transita, construye puzzles metanarrativos con los objetos (los espejos, los recortes de periódico), captura el ritmo preciso a cada momento, alardea de su economía narrativa (esa elipsis de quince años que se resuelve en uno de los proverbiales travellings circulares depalmianos), sus encuadres se emborrachan de su propia belleza irreal hasta causar una suerte de fascinación en el ojo receptor, en el público.
Madre e hija
La opulencia escénica de la película daría para mucho, pero para terminar me interesa comentar otra estrategia, ésta que funde el fondo con la forma de un modo inaudito y de resultados brillantes: se trata de la caracterización de Geneviève Bujold (por cierto, espléndida en su asunción del doble rol) como hija de Coultard en las secuencias en flash-back que aparecen al final de la historia para desentrañar el misterio; parece ser que esa solución visual no se hallaba en el libreto, sino que fue ideada por De Palma; los efectos son despampanantes, tanto en la intensidad de la interpretación de la actriz como en su efectividad para resolver los conflictos: la mujer vuelve a ser niña, su –intuida-culpabilidad subsanada (y de paso, la de su padre, en la última secuencia), la redención posible.
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