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Indiana Jones y el templo maldito

Indiana Jones y el templo maldito

 

Indiana Jones and the Temple of Doom.

Director: Steven Spielberg.

Guión: Willard Huyck y Gloria Katz, basado en una historia de George Lucas.

Intérpretes: Harrison Ford, Kate Capshaw, Ke Huy Quan, Amrish Puri, Roshan Seth, Philip Stone.

Música: John Williams.

Fotografía: Douglas Slocombe.

EEUU. 1985. 112 minutos.


 

 

 

     Magnífica secuela

 

Cuando se menciona este segundo capítulo de la serie del indómito Indiana Jones, la mayoría de voces se alzan para puntuar, con cierta severidad, que esta Temple of doom es la entrega más débil de la saga; lo suscribe el mismísimo Spielberg, quien reconoció haberse sentido confuso entre tanta tenebrosidad argumental. Para el que suscribe, que asistió al visionado en cine de la película a su estreno en 1985, a la tierna edad de nueve años, oír hablar de Indy II le despierta un circuito interno musical con uno de los extractos de John Williams (la pieza de las minas de los niños esclavizados, que combina un estruendo de instrumentos de viento que anuncia febril mecanicidad con un fondo melodioso de gran sugerencia), y otro visual con vagonetas de vuelos imposibles, puentes colgantes, cierta truculencia (que no violencia), y la imagen de Indiana y Tapón poniéndose recíprocamente el sombrero en esa bella escena de reencuentro (se ha hablado mucho del rol de hijo de Indiana en la tercera parte, pero mucho menos del rol de padre –aunque sea putativo- bien presente en ésta).

 

La Diosa Khali

 

Indiana Jones and the temple of doom no puede defraudar a ningún amante del cine de aventuras. Su activo en acción y emoción es incalculable, y quizás sólo equiparable a sus compañeras de saga en lo que concierne a la planificación y resolución de tales secuencias. Es cierto que el esquema argumental es ajeno al de las otras dos entregas, y quizás por ello el guión no es tan férreo como el de Raiders, pero no es cierto que esta segunda parte contenga menos secuencias antológicas que las otras películas, ni que el espectador vea defraudadas las expectativas que resulta dable esperar de una secuela. El prólogo es la primera emoción fuerte: la corista Willie Scott interpreta, en mandarín, un tema clásico del cine musical, Anything Goes, y unas coristas escenifican una coreografía al puro estilo Bubsy Berkeley. Tras una huida salvaje (detrás de otra) llegaremos a territorio indio, donde transcurre la trama, relacionada con las piedras Shankara, o de la prosperidad, que la Diosa Shiva ofreciera a un monje y que los acólitos del culto a la oscura Diosa Khali han robado para sus nefandos propósitos... Vemos que estamos lejos de los elementos relacionados con la tradición judeocristiana, tanto como de los nazis, y ello no es anecdótico, no es una mera excusa argumental: Indiana y sus amigos las pasarán realmente canutas en el templo secreto del palacio de Pankot: tras asistir a un rito sangriento en el que el sacerdote arranca literalmente el corazón de un joven para luego incinerarlo (sic), veremos sufrir a nuestro héroe como nunca lo ha hecho: será martirizado con un muñeco de vudú, torturado por la guardia, y hasta obligado a engullir un brebaje de sangre que le sumirá en un profundo trance pesadillesco... Ya lo he dicho, Spielberg tuvo bastante: tras la secuencia en la que Indy abofetea al niño, y merced del poder sanador del fuego, Indy recobra la razón y la energía; salva al niño, a la chica y a él mismo, y de paso al tropel de niños que están siendo esclavizados en las catacumbas del lugar. La citada secuencia –culminada con ese intercambio de sombreros a que he hecho mención- cierra un crescendo ciertamente asfixiante para dar cauce a la incesante retahíla de secuencias de acción, puñetazos y persecuciones que es dable esperar, secuencias por lo general resueltas con gran pericia y sentido por Spielberg, en la justa combinación entre lo trepidante y lo jocoso, entre lo desopilante y lo épico (la persecución con las vagonetas –pasaje cuya realización entrañaba enorme dificultad técnica, y que ha envejecido algo mal-, o el clímax en el puente –otra vez, pasaje cuya realización entrañaba enorme dificultad técnica, y éste que ha envejecido la mar de bien-).

 

¿Una mujer fácil?

 

A todo esto únase una magnífica subtrama romántica que, en la relación de Indiana con Wilie Scott (Kate Capshaw), lleva más allá los postulados cómicos sobre la guerra de sexos que ya se perfilaran en Raiders... entre el protagonista y Marion Ravenwood (Karen Allen), ofreciendo diversos momentos de lo más hilarantes (con mención especial al montaje paralelo que muestra el encuentro-desencuentro en los aposentos de palacio, secuencia brillante donde las haya, que George Cukor o Gregory LaCava hubieran firmado gustosos).

 

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