En busca del arca perdida
Raiders of the Lost Ark.
Director: Steven Spielberg.
Guión: Lawrence Kasdan, basado en una historia de George Lucas y Philip Kaufman.
Intérpretes: Harrison Ford, Karen Allen, Paul Freeman, Ronald Lacey, John Rhys-Davies, Denholm Elliott, Alfred Molina.
Música: John Williams.
Fotografía: Douglas Slocombe.
EEUU. 1981. 118 minutos.
Reciclaje de lujo
Contrariamente a lo que sucedió en su estreno en 1981, y paralelamente a lo que sucede con la entera filmografía de su creador, hoy en día muy pocos dudan de la maestría impresa en las imágenes de esta aventura iniciática de la saga de Indiana Jones. Raiders on the lost ark recupera el género de aventuras en su concepción clásica, caracterizado por la búsqueda del ritmo vertiginoso de peripecias (entre sus muchos antecedentes podríamos citar las obras de Douglas Fairbanks a las órdenes de Raoul Walsh o Michael Curtiz, o los seriales de la Republic). Para ello, recupera la mitología del héroe, servida con las precisas dosis de humor que otorguen la frescura necesaria a esa trama incesante de persecuciones, luchas, descubrimientos y acontecimientos bigger than life.
La lucha contra el mal
El brillante guión de Lawrence Kasdan sitúa la narración en los años treinta, lo que permite buscar un villain tan paradigmático como los nazis, a los que el aventurero deberá enfrentarse para proteger a la humanidad del uso pernicioso que sus ejércitos puedan efectuar de las fuerzas sobrenaturales que se hallan en el Arca de la Alianza. Aquí se sitúa una de las claves de la película: esa alineación del héroe y los acontecimientos con la tradición judeocristiana: Spielberg habla de la lucha contra el mal, y deja inequívocas constancias visuales de la dies irae como reacción suprema e irreductible a los propósitos de los malos malísimos que encarnan los nazis. Ese elemento místico relaciona el filme con una de las constantes temáticas de su realizador, y por mucho que su tratamiento no pretenda la trascendencia o gravedad de, por ejemplo, Close Encounters… o Artificial Intelligence, es evidente su peso específico en el relato, sea como fuerza inspiradora de los actos del protagonista (la belleza con la que se resuelve la escena que transcurre en el Pozo de Almas) o de su moralidad (él y Marion salvan la vida porque no miran el contenido del Arca, porque guardan “el debido respeto”), sirva por oposición/demonización a/de lo nazi (el plano en la bodega del carguero, donde vemos que la estampa con la esvástica se chamusca por generación espontánea), o, en fin, habilite la propia resolución argumental (Indiana Jones no vence, porque el parlamento de Belloq le desarma: es incapaz de destruir el Arca; será esa ira divina la que resolverá los acontecimientos, destruyendo a aquéllos que intentaron profanar su poder).
La conexión Lucas
La película es un poso inagotable de secuencias de acción frenética, servidas con un sentido de la planificación y el ritmo sólo equiparable en la fecha de su estreno con los mejores momentos de la saga Star Wars. Y ésa es una comparación para nada anecdótica: la impronta de Lucas, productor ejecutivo, se nota y mucho en las imágenes del filme y sobretodo en el tono voluntariosamente distendido que caracteriza la completa narración (recordándonos en todo momento la vocación puramente entertainer del filme).
Espectáculo
Siguiendo el esquema jamesbondiano, ya el prólogo ofrece unos minutos iniciales de adrenalina en grandes dosis, y el ulterior planteamiento y desarrollo de la trama argumental sabrá ceñirse a esa única coda del relato: la celebración del espectáculo. No existe ningún diálogo que no sirva a la trama aventurera, todos dan las concisas claves para construir los clímax diversos que se darán cita, y los personajes construyen su propio y marcado arquetipo (y no hablo sólo del látigo y el sombrero: atiéndase a Marion, indomeñable heroína con el punto justo de ternura; atiéndase a la villanía de Belloq, reverso oscuro del héroe, por cuanto su sensibilidad y vocación es idéntica, pero Belloq carece de los escrúpulos que sí tiene el héroe; atiéndase a la descripción grotesca o hipertrófica de los diversos villanos nazis). Detalles como los planos que nos muestran los itinerarios del avión para indicarnos cada cambio de destino son ideas sencillas y de todo punto efectivas desde un punto de vista de la inmediatez. La utilización de los escenarios también es un punto fuerte, y sin necesidad de mayores alardes –v.gr. las calles de El Cairo y su simbología exótica, usada como mimbre de la aventura, de esa persecución llena de equívocos y circunloquios físicos-. La aventura, el espectáculo en fin, nos envuelve en la agudeza escénica de Spielberg, en la magnífica dosificación de los elementos que generan la tensión (v.gr. la célebre secuencia con las serpientes, o la inmediata posterior, que termina con una explosión y una huída in extremis del improvisado aeropuerto), en la justa balanza entre la descripción de personajes y la grandilocuencia de las escenas de acción, caracterizadas por su artesanía, por su fisicidad, por el habilidosísimo montaje de Michael Khan, por una genuidad que queda para los anales de la historia (estoy diciendo que la trepidancia de Raiders… no envejece por mucha infografía que se le oponga).
Maestro
Miembro de la iconografía popular por méritos propios, Raiders on the lost ark no sería lo mismo sin la compañía perenne de aquella partitura mítica concebida por John Williams, que sabe convertir en (pegadiza) melodía las señas de identidad del héroe por excelencia del cine de aventuras en la era contemporánea.
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