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el último tango en París

el último tango en París

 

Ultimo Tango a Parigi

Director: Bernardo Bertolucci.

Guión: Bernardo Bertolucci y Franco Arcalli. Diálogos adicionales de Agnès Varda.

Intérpretes: Marlon Brando, Maria Schneider, Maria Micci, Catherine Allégret, Jean Pierre Léaud.

Música: Gato Barbieri.

Fotografía: Vittorio Storaro.

Francia-Italia. 1972. 120 minutos.

 

 


 

 

Ofuscación

 

A pesar de que su celebridad se debe a sus diversos pasajes eróticos –uno de ellos, el de la mantequilla, erigido en este país como icono del cine prohibido por la generación de burgueses que en las postrimerías de la dictadura franquista cruzaban la frontera para poblar los llamados cines “de arte y ensayo”, quizá más bien en busca de experiencias voyeurísticas-, la sustancia de esta película, confusa, ofuscada, dolorosa, radica más bien en el retrato de una tragedia, la tragedia de la pérdida de los valores que daban sentido a la existencia del personaje de Paul –superlativo Brando-, que se precipitan por mor del suicidio de su esposa Rosa, fatal acontecimiento que deja al esposo –además de viudo, despechado- en la encrucijada de un porvenir sin sentido. Aunque ésa es la premisa narrativa del filme, cuando el metraje se inicia ya ha acaecido aquel suicidio, y la opción de Bertolucci consiste en ir desgranando los acontecimientos previos (no por la vía de flash-backs, sino mediante la dosificación de esa información mediante monólogos o diálogos posteriores) concatenándola con la turbia, dolorosa (otra vez), progresivamente enfermiza y asfixiante relación que Paul inicia de forma casual con Jeanne, una joven burguesa parisina a la sazón a las puertas del matrimonio con otro burgués que se pretende director de cine de aspavientos autorales (personaje retratado de la forma más ácida, reduciéndolo a un estereotipo de la estupidez burguesa; al respecto, decir que parte de la crítica quiso ver en aquel personaje la plasmación de un ataque dialéctico del guionista y director del filme a Jean Luc Godard, director que fue referente de Bertolucci y con quien éste mantuvo una constante relación de amor-odio –el personaje en cuestión era interpretado por Jean Pierre Léaud, auténtico icono del citado realizador y de otro eminente miembro de la nouvelle vague como fue Truffaut; supongo que ello abona la anterior teoría-).

 

Escenografía de lo anacrónico

 

Donde El último tango en Paris encuentra su razón de ser, su entidad dramática y sus mayores logros artísticos, es en el desazonado viaje que propone al espectador para seguir los esquinados pasos de Paul. Ya desde esa escenografía de lo anacrónico y marchito en el piso donde Paul y Jeanne consuman sus encuentros sexuales, pasando por la sensación de vacío con la que se retrata un París frío y mecánico, y sobretodo en la martirizada composición del actor protagonista y la sensación de nihilismo que exudan sus palabras y actitudes (particularmente en esa malsana relación sexual, pero también en otras secuencias tan brillantes como la del monólogo del personaje ante su esposa muerta). En el apartado escénico, Vittorio Storaro merece tantos parabienes como el propio Bertolucci por su brillante tarea lumínica y la experimentación de claroscuros, así como el juego de contraste entre tonos azulados –los del presente descorazonado de Paul afrontando la muerte de su esposa- y un áureo luminoso –en el piso donde detiene el tiempo en sus encuentros con Jeanne-; nos hallamos ante un filme de reflejos pálidos y sombras, y en ese sentido y propósito el trabajo de Storaro alcanza las más altas cotas estéticas.

 

Aniquilar la pasión

 

Como viaje sin redención que se promueve desde el propio título, en los últimos compases del filme podemos atender cómo Paul trata de aceptar la pérdida y los rencores del pasado e intenta, aunque tétricamente, recuperar a Jeanne. Jeanne fue inicialmente seducida y llevada a una pasión exacerbada e inimaginable para sus códigos morales, pero conforme avanzan los acontecimientos, es progresivamente devorada por las agrias y para ella incomprensibles pulsiones de aquel hombre sin nombre; con soterrado cinismo por parte de Bertolucci, en el último jalón del filme, tras la suerte de ensoñación etílica y romántica en la sala de fiestas, Jeanne escapa literalmente, y termina ajusticiando a Paul con una pistola, que era de su padre –y sobre la que la madre de ella, en un pasaje anterior del filme, le manifiesta que “es necesario tener una pistola en casa”-. En el último plano, y en una dimensión entre lo trágico y lo patético, Paul yace muerto mientras Jeanne planea lo que le va a decir a la policía -que no le conocía de nada, que quería violarla-, mientras sostiene en su mano el arma, símbolo inequívoco de que la joven casquivana acaba de reintegrar el confort y la cuadrícula de una vida ordenada, familiar y burguesa, al único precio posible: la aniquilación literal de la pasión... y de la duda.

 

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