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The Dreamers. Les Inocents. I Sognatori.

Director: Bernardo Bertolucci.

Guión: Gilbert Adair.

Intérpretes: Michael Pitt, Eva Green, Louis Garrel, Anne Chancellor, Robin Renucci.

Música: Bill Kreutzmann, Phil Lesh, Paul Robi.

Fotografía: Fabio Cinachetti.

  GB-Francia-Italia. 2003. 114 minutos.

 


 

 

 

 

Bertolucci, Adair: Mayo del 68

 

Aunque el trasfondo histórico (y mítico) en el que se mueve e inmersa esta The Dreamers resulta muy cara al realizador de Antes de la Revolución, es quizá curioso constatar que Bertolucci parte de un material ajeno, una historia de Gilbert Adair, un americano que, como Matthew, el protagonista del filme, residió en Paris durante aquellos meses de revueltas estudiantiles y convulsiones políticas. Bertolucci ni siquiera participa en la adaptación a guión, y eso que, en el sustrato radiográfico de aquel tiempo y lugar, parece hecho a su medida, ya desde lo que podríamos enunciar como el prólogo en el que se nos referencia (materiales de archivo incluidos) el escándalo de la mítica Cinématheque francesa -que finiquitó la tarea de su director, el tan venerado por Bertolucci Henri Langlois-, hasta la constante referencia cinéfila –que abraza desde el cine mudo norteamericano, pasando por el genérico, negro, musical, clásico de los grandes estudios, hasta obras decisivas de la nouvelle vague, de Jean Luc Godard o François Truffaut-.

 

Educación sentimental

 

Y ese mayo de París no deja de ser (o al menos hasta la solución final) un telón de fondo, un sustrato de nebulosa ideológica y moral que sacude pero no empapa a los protagonistas de la trama, los dos hermanos gemelos unidos por ese lazo afectivo superlativo y enfermizo, y el que en definitiva es el protagonista, por quien habla el filme y de cuya educación sentimental se refiere, el joven norteamericano que traba contacto, amistad, amor y celos con ellos. Sí, mientras se suceden las vagas y los cierres de los comercios y los disturbios civiles, las existencias burguesas de Matthew, Teo y Isabelle se dedican a nada más que ver y hablar de cine, a escuchar músicas de su tiempo –ellos o nosotros por ellos escuchamos a Janis Joplin, The Doors, Bob Dylan... por cierto que en la mayoría de los casos en estimulantes elecciones narrativas-, entregarse con pleitesía a placeres particulares y compartidos, beber vino y sucumbir a una cerrazón que de emocional trasciende a literal, física, y cuya velada incapacidad subyacente para asir o siquiera definir una posición real en su intelecto y emociones está a punto de terminar en tragedia. De ahí que el título de la película sea I sognatori, nada más (y nada menos) que la plasmación de Aldair y de Bertolucci de la porfía cultural y emocional de los jóvenes en tiempo de la Revolución y la preeminencia que acaban teniendo sus pulsiones emotivas y sexuales sobre el tamiz de la (contra)cultura que supuestamente les espolea. La confusión campa a sus anchas en las discusiones que Teo y Matthew mantienen sobre Vietnam o sobre el Maoísmo, campa a sus anchas sobre el porvenir individual y colectivo de aquella generación; pero no así su pasión cinéfila exacerbada (esos constantes juegos de “a qué película pertenece”, o la afición de Isabelle a reproducir secuencias cinematográficas, todas ellas –las reproducciones- secuencias magníficas gracias al talento de Bertolucci y a su mimo con el material que maneja y venera). Sin embargo, la amistad y pasión de Matthew por, respectivamente, Teo e Isabelle no es confusa, la relación de apariencia casi simbiótica de los hermanos tampoco lo es, pero los placeres que comparten son fungibles, están condenados y ellos lo saben, pero en esa intimidad apasionada se entregan tratando de detener el tiempo y con ello el miedo a su propia confusión.

 

Una piedra de la Revolución

 

El desenlace es doblemente ilustrativo, y doblemente estimulante. Primero, una piedra arrojada desde la calle salva, literalmente e in extremis, su vida, esto es una fuerza mayor, porque el filme ya nos ha dejado clara la sentencia a la que esa insuficiencia existencial hubiera arrojado irremisiblemente a los protagonistas; pero no deja de ser una piedra de la Revolución, es decir la irrupción de la realidad, el despertar, la lucha colectiva como destino y no como vehículo de la Revolución. Segundo, Matthew y los hermanos toman opciones diferentes en el seno de aquella manifestación: el americano no cree en la violencia, y Theo e Isabelle se atreven a meterse en el territorio más hostil para arrojar un cóctel molotov a la película; y el filme nos está diciendo que poco importa lo que hagan uno u otros, porque en el fondo su actuación no obedece a una férrea convicción ideológica o moral sino a una descarga instintiva, pero lo que sí importa es que el precio que pagan por su decisión es la separación, tan absurda como decisiva.

 

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