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cazador blanco, corazón negro

cazador blanco, corazón negro

White Hunter, Black Heart

Director: Clint Eastwood.

Guión: Peter Viertel, James Bridges y Burt Kennedy, basado en la obra del primero.

Intérpretes: Clint Eastwood, Jeff Fahey, Charlotte Cornwell, Norman Lumsden, George Dzundza, Marisa Berenson.

Música: Lennie Niehaus.

Fotografía: Jack N. Green.

EEUU. 1990. 112 minutos.

 


 

 

 

Más allá de la cinefilia

 

Eastwood lleva a cabo la adaptación de una novela homónima de ribetes autobiográficos firmada por el que fuera uno de los guionistas de cabecera de los estudios del Hollywood clásico, Peter Viertel, cuya interesante premisa escarba aparentemente en la cinefilia, pues relata las condiciones que acompañaron el rodaje de The African Queen por parte de su realizador John Huston. El director de Mystic River aprovecha este material de partida para lanzar una reflexión sobre la condición humana. Algo bien complejo mediatizado a partir de la controvertida figura de John Wilson –alter ego de idem Huston- y algo muy simple: su pretensión de cazar un elefante africano, anhelo que lleva a las últimas consecuencias personales y profesionales.

 

 

Hazañas burguesas

 

Por un lado, pues, esta White Hunt, black heart se ocupa de efectuar ciertas diatribas sobre la historia de aquel rodaje, facilitando al espectador información atractiva sobre diversos detalles relativos tanto a aquel proyecto concreto como al sistema de funcionamiento del cine de estudio en aquellos años y en obras de aquel talante (rodajes en exteriores); en este sentido, la mirada que Eastwood ofrece del realizador de The Misfits es a la vez respectuosa y ambigua –cosa nada fácil de conseguir, y que por lo demás abunda en el halo mítico de la figura indomeñable, obtusa y siempre a la contra que el propio Huston cimentó en vida-. Sin embargo, esta vertiente de cinefilia no está en la esencia del discurso de la obra, que más bien planea, en un plano narrativo, en el clasismo y el racismo inherentes a aquel tiempo y el sistema colonial, y, en un plano más íntimo, nos plantea –que es lo que Eastwood hace mejor, plantear y dejar a la inteligencia del espectador el resto- el conflicto moral anunciado en el que se ve envuelto John Wilson por mor de su hazaña burguesa. Hay en ese sentido una profundidad de cavilaciones que el filme va desplegando y que sólo encuentran una coda en el terrible (dramáticamente) y majestuoso (cinematográficamente) desenlace de la función.

 

 

Sobriedad, intuición

 

La puesta en escena, funcional, escueta y alérgica a toda rimbombancia,  ya ponía de manifiesto en aquel año 1990 la marca de identidad de un actor-realizador que con el tiempo se ha ganado el respeto y admiración incluso de aquéllos que alguna vez, haciendo fácil lo fácil, le vilipendiaron sin piedad. En la filmación de una obra de imposible adscripción genérica y de profundo calado alegórico, a Eastwood no le tiembla el pulso a la hora de rodar de una forma clásica, de todo punto sobria, pero que abre infinitos poros a lo intuitivo –en las palabras, en la planificación de escenas, en el sentido dramático de una interpretación, en el montaje, en la duración de un plano…-, logrando cuadrar por la vía de la belleza una ecuación diríase que imposible.

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