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la última noche

la última noche

25th hour.

Director: Spike Lee.

Guión: David Benioff, basado en su propia novela.

Intérpretes: Edward Norton, Rosario Dawson, Barry Pepper, PhilipSeymour Hoffman, Brian Cox, Anna Paquin.

Música: Terrence Blanchard.

Fotografía: Rodrigo Pietro.

EEUU. 2002. 112 minutos.


 

 

 

    Un hombre solo

 

Aunque a estas alturas se me antoja fuera de lugar hablar de las virtudes cinematográficas del realizador de Do the right thing, sí que convengo en que en el momento de realización del filme que nos ocupa el bueno de Spike Lee dio muestras de alcanzar, allende un magnífico momento creativo, unas cotas de madurez innegables, corroborado por lo demás con sus colaboraciones diversas en series y documentales televisivos de enjundia. Fue tras la frenética Summer of Sam que nos llegó esta brillante 25th hour, suerte de relato de un personaje que no se enfrenta a un riesgo personal o al sistema, sino que ya ha sido vencido por el mismo, y que, acaso sin saberlo, busca una catarsis, una redención espiritual antes de afrontar su derrota.

 

 

    Envejecer

 

La verdad es que Lee se zarandea de forma maestra por la premisa argumental de notable acuñación literaria por David Benioff, y nos regala una narración empapada de melancolía, de envoltorio sereno y evolución febril, y bajo la cual anida un sugestivo poso discursivo. Apoyado siempre en el porte y la magistral interpretación de Edward Norton (a su vez acompañado de un elenco de secundarios de primera fila, Brian Cox, Philip Seymour Hoffman, Barry Pepper y Rosario Dawson, todos ellos que revelan su talento, y a la vez confirman la inmensa capacidad de Lee como director de actores), 25th hour nos invita a descubrir las esquinas de unos caminos que devienen laberintos sin salida para el ser. Aunque la situación de lugar y tiempo es muy concreta –particular sobre el que regresaré después-, el meollo dramático de la cinta puede leerse desde parámetros universales: proponiendo una historia individual sin renunciar a profundizar en el retrato coral, conforme avanzan los pocos acontecimientos (en tan poco tiempo) que separan a Monty Brogan de su destino, el filme se sirve desgranar la esencia de un desencanto que tiene mucho que ver con la renuncia inherenta al paso del tiempo, una mirada que tiene mucho de existencial sobre la progresiva pérdida–aquí alcanzada por la vía hiperbólica- que supone el envejecimiento. Las estructuras emocionales de Monty se desmoronan conforme se le acaba el tiempo, el sentido de sus sentimientos se envilece, le corroen las dudas al mismo tiempo que el miedo. Monty envejece a marchas forzadas, muere un poco cada hora que pasa, y eso le hace reflexionar en negativo sobre sus actos, su pasado, su vida.

 

        

         Monty y Doyle

 

Es cierto que Lee se da sus treguas salvajes, en las escenas de secundarios en la discoteca, o en el collage enfurecido que nos presenta como contrapunto al soliloquio de Norton frente al espejo, momento que ya se hallaba en la novela de Benioff pero que resulta de esa visceralidad tan cara al gusto del director -y que podemos descifrar como una versión ampliada de otro discurso de odio interracial que aparecía en Do the right thing-. Son instantáneas, momentos de rabia o de desparpajo fungibles, pequeños oasis magníficamente integrados en el pulso contenido del filme, calibrado desde el ritmo que impone el montaje –quirúrgico en su inclusión de flash-backs-, desde la partitura, excelente, de Terrence Blanchard, desde la fotografía sombría... un pulso y una historia definidos a la perfección en el leit-motiv visual de esos planos y steadycams que se limitan a seguir el sino del hombre, sus pasos, los paseos con su perro, quizás su único confidente. Tras el último fundido en negro, que tiene forma interrogante, y al son acompasado pero rockero del The Fuse de Springsteen, queda una extraña sensación, de dulce desconsuelo. Desconsuelo por el discurso, de nubes tan negras, dulce por la sabiduría de quien efectúa el discurso ante nuestros ojos, en una de esas ocasiones en que los ojos son la puerta de los sentimientos, del alma.

 

 

“This life it’s been so close to never happen”

 

Abandonamos la sala pensando en Doyle, el perro siempre silente y fiel amigo de Norton –el perro que ya no le verá regresar de la cárcel-, en los ojos abatidos de sus amigos o de Naturelle o de su padre, en el sofá de la perdición y la mirada entornada de los policías, en las luces de la discoteca, tan brillantes y a la vez tan efímeras como la vida fácil, o como las dos grandes torres de poder que paradójicamente son ahora focos desnudos arrojados al cielo exterior, otorgándole a Manhattan una nota de humildad y dolor que antes del once de septiembre era inimaginable. Aquí regreso a la situación de lugar y tiempo, para informar al lector que la novela de David Benioff, a priori tan fielmente reflejada en el libreto, se escribió antes de 2001: Spike Lee siembra su narración de portentosos elementos simbólicos que llevan la historia del hombre a una dimensión ideológica; le basta con bien poco: con esos créditos iniciales –y planos cenitales mostrando las luces fantasmagóricas que ocupan el lugar de las Torres Gemelas-, con una conversación entre dos secundarios desde una ventana con vistas al Ground Zero, o con el magistral epílogo que cierra la película y deja abierto el desenlace: como le dice Brian Cox a su hijo, el camino a partir de ahora no se detiene, sino que seguirá los pasos de quien lo construya. Y casi no hay esperanza, como lo demuestra que al imaginar un final (un futuro) feliz (sostenible) para Monty (a la nación americana), el miedo que tal vez tenemos incrustado en las entrañas nos recuerde que ese final feliz… simplemente estuvo (está) a punto de no suceder.

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