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clockers

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Clockers.

Director: Spike Lee.

Guión: Richard Price y Spike Lee, adaptando la obra del primero.

Intérpretes: Mekki Phiffer, Harvey Keitel, Delroy Lindo, Isaiah Washington, John Turturro.

Música: Terrence Blanchard.

Fotografía: Malik Hassaan Sayed.

EEUU. 1995. 108 minutos.

 

 


 

 

   Tándem neoyorquino

 

No es un dato baladí que Martin Scorsese sea el productor ejecutivo de esta obra. Al talante del realizador de Mean Streets (su interés por el retrato de la gente que vive en Nueva York, que es una ciudad muy grande, mucho más que los formidables clichés de Manhattan que suelen limitar la visión del público) se le une el talento del realizador de Do the right thing (Spike Lee, quien no le tiene que envidiar a Scorsese esa cualidad de “director de la ciudad de Nueva York”) para efectuar una radiografía vívida, ágil y peleona del submundo de las drogas en un barrio negro de Brooklyn, un retrato de las personas que se esconden (o más bien perecen) bajo las estadísticas (estadísticas como las de muertos por efecto directo e indirecto de las drogas y su tráfico: en ese sentido no es casual el interés del filme en tapizar los créditos iniciales con fotografías reales de ese horror).

 

 

    Los golpes de la vida

 

Clockers bebe en todo momento de ese dinamismo escénico al que el director neoyorquino nos tiene acostumbrados, el pulso narrativo del mismo Lee que deslumbró a propios con Nola Darling y a propios y extraños con Do the Right Thing, y que ahora se consagra como uno de los mejores creadores (amén de más comprometidos –con más causas que la racial, para cerrar las bocas de tantos críticos apócrifos-) de su tiempo. Y la gracia del invento es pasar ese drama y esa descripción por el filtro de una película de género, un relato de suspense en el que pende la duda sobre la autoría de un asesinato. Pero en el devenir dramático de esos acontecimientos lo que importa a la cámara no es el juego a lo buddy movie entre Keitel y Turturro, ni tampoco los fuegos de artificio. Ese interés más bien reside en el retrato de una plaza luminosa, en los signos empleados por los clockers o camellos de baja estofa, en las conversaciones sobre videojuegos violentos e ídolos del rap que empuñan pistolas, en el reclutamiento de las jóvenes generaciones y la reivindicación airada de las madres que temen por el abismo, en la tenebrosa luminosidad de un interrogatorio policial, en las campantes y cínicas conversaciones de los inspectores al efectuar una primera autopsia a un cadáver in situ y en presencia de los transeúntes, en las apariencias de un hombre que se pasa el día sacando el polvo a su cuartelillo y ordenando la vida y la muerte, o en el miedo perenne en el cuerpo y alma de un chico de nombre tan inopinable como Strike (quien, por cierto, se pasa el filme sangrando sin que se nos aclare si se trata de una úlcera, o algún tipo de enfermedad: Strike somatiza el peso que le incumbe, y el guión literaliza de una forma original y cruda esa condición malabar en un circo de demasiadas pistas que hace de Strike el hombre más manoseado, insultado y golpeado de la función, víctima de sí mismo mucho menos que del resto de condicionantes con los que lidia en el día a día).

 

 

    Huir

   En el desenlace, el falso filme de género termina felizmente. El hermano de Strike, el hombre íntegro, sale de la cárcel y abraza a su familia. En la realidad trazada tras la trama de género, esa salida lo es de la prisión preventiva, porque pronto tendrá que responder de un crimen, mientras el traficante que encarna Delroy Lindo continuará desarrollando sus artes untuosas y asesinas con toda impunidad. La huida de Strike, la conversión de su sueño en realidad ferroviaria también esconde un punto de amargura, por cuanto queda patente que el nivel de los anhelos de aquel pobre desgraciado no alcanza a nada más que a ... huir.

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