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¡qué bello es vivir!

¡qué bello es vivir!

It’s a wonderful life!

Director: Frank Capra.

Guión: Frances Goodrich, Albert Hackett y Frank Capra, en base a una historia de Phillip Van Doren Stern.

Intérpretes: James Stewart, Donna Reed, Lionel Barrymore, Thomas Mitchell, Henry Travers, Gloria Grahame.

Música: Dimitri Tiomkin.

Fotografía: Joseph F. Biroc.

EEUU. 1946. 115 minutos.

 

 


 

 

  El legado capriano

 

Probablemente nos hallamos ante la más celebérrima obra del maestro Frank Capra, una película que las televisiones incluyen incansablemente año tras año en su programación navideña, mientras que los rostros de James Stewart frente al de Donna Reed ya forman parte de la iconografía del cine clásico americano. Sin embargo, hay quien opina que las bienintencionadas fábulas caprianas ya no tienen sentido en el panorama actual, que sirven a pretensiones de lo más ramplonas, que están totalmente demodé. Refuto los sobrevenidos, y tan modernos, detractores de la filmografía y especialmente de los discursos del optimismo crítico aplicado al cine que entonó Capra en tantas obras se equivocan de plano. En realidad, sólo necesitan una pequeña dosis de este clásico inmarcesible de la historia del cine.

 

 

    Omnisciencia

 

It’s a wonderful life está planteada como una comedia amable, de apariencia bienintencionada, pero que no escurre en ningún momento el sentido trágico de lo que narra. En su inicio vemos el firmamento, y las luces de diversas estrellas adecuan visualmente el diálogo entre Dios, su ayudante San José, y un ángel al que, nos dicen, le faltan las alas para alcanzar su cénit, para convertirse en sabio, en omnisciente. Al ángel, llamado Clarence, se le encomienda la tarea de Salvar a George Bailey. Capra sitúa al espectador en idéntica posición a la de Clarence, pero también a la mirada omnisciente del Todopoderoso, porque a partir de entonces el filme empieza a desgranar, en una sucesión de secuencias escogidas, a menudo punteadas por la solicitud de aclaraciones de Clarence, la vida de George. Así que descendemos a un microcosmos llamado Bedford Falls, una localidad de gente trabajadora, a menudo azotada por los embates de la economía –la empresa de empréstitos Bailey se nos aparece como una tabla de salvamento de los años de la depresión americana-, y subyugada por un anciano avaro, tiburón de las finanzas, a quien no le tiembla la mano para hundir en la mayor de las miserias a cualquiera por el precio de un buen negocio –el viejo Potter, magníficamente encarnado por Lionel Barrymore, personifica vivamente el despiadado curso de los acontecimientos económicos y la senda perniciosa del capitalismo llevado a las últimas consecuencias-. 

 

 

     Una vida de infortunios

 

En Bedford Falls conocemos a fondo la vida de George Bailey, por cuyos actos vamos comprendiendo la nobleza heróica de su corazón, pero especialmente asistimos al constante sacrificio que la asunción de los problemas ora familiares ora comunitarios le provoca, ya que, una vez tras otra, todos sus sueños –con excepción de la mujer amada- se van frustrando. George padece constantemente en sus carnes los gravámenes de su bondad: pierde la funcionalidad de un oído cuando salva a su hermano pequeño de un accidente en trineo; para salvar la vieja empresa de empréstitos de las garras de Potter, se ve obligado a mitigar una vez tras otra sus enormes ansias de trascender, de viajar, de llevar la megalomanía de sus ilusiones a la realidad, peaje que se ve subrayado cuando sus compañeros de generación –y su propio hermano- logran grandes triunfos en ámbitos como el empresarial o el militar. El sentimiento de reclusión y de frustración se va acumulando en el fuero interno del héroe, de George, y la película no escatima detalles para dejar patente al espectador ese infortunio, esa sensación de auténtica condena.

 

 

    Altruismo: heroísmo

 

Por ello tiene sentido que el corazón y el alma de George se resientan de la enésima envestida del destino, y que así pretenda acabar con su existencia, finalmente harto de una vida de sacrificios que no le ha reportado ningún rédito en lo personal. Y cuando en el -literalmente- mágico clímax del filme Clarence permite a George descubrir lo que hubiera sido de Bedford Falls si él no hubiera existido, Capra lleva al extremo la ilustración de la caridad cristiana, y materializa visualmente la caída de toda la comunidad en las brasas del poder y el capitalismo despiadado, dándole sentido al sacrificio, a la bondad, a la honestidad del corazón y –en uno de los desenlaces más emocionantes de la historia del cine- al altruismo como única clave para asumir la felicidad. Démonos cuenta, pues, que Capra no defiende la opción cristiana desde el punto de vista de la salvación, sino como una opción de vida que reporta beneficios en vida –ser “el hombre más rico de la ciudad”-, retando al espectador desde la emoción a aprehender esos beneficios.

 

 

      Excelencia cinematográfica

 

Evidentemente, caben todo tipo de apreciaciones sobre la perspectiva de Capra y su discurso, pero cualquier discusión al respecto trasciende el ámbito cinematográfico, y lo que está fuera de toda duda es que el realizador italoamericano sabe desplegar un milimétrico guión, articular unos personajes prodigiosamente descritos y extraer trascendencia de los más nimios detalles. Que consigue imprimirle a la película un prodigioso ritmo, que no presenta ninguna fisura a pesar del continuo engranaje entre lo cómico y lo dramático. Que logra encauzar en cada imagen de su película todo el magnetismo y la magia que convierten esa emoción final en algo cierto. Sólo un espectador desganado y cargado de perjuicios es incapaz de apreciar la magnitud de esta película, en 1946, hoy en día o en cualquier futuro imaginable.

 

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