Munich
Munich
Director: Steven Spielberg.
Guión:Tony Kushner y Eric Roth, basado en la novela de George Jonas.
Intérpretes: Eric Bana, Cidian Hunt, Daniel Craig, Matthieu Kassovitz, Hans Zischler, Ayelet Zurer, Geoffrey Rush.
Música: John Williams.
Fotografía: Janusz Kaminski.
EEUU. 2005. 138 minutos.
Existen dos principales razones, íntimamente relacionadas entre ellas, que nos ilustran sobre la importancia clave que esta Munich ostenta en la filmografía de Steven Spielberg, sin duda uno de los mejores realizadores norteamericanos de los últimos años. En primer lugar, su escabrosa temática. Desde que en 1984 filmara The Purple Color, Spielberg dejó a las claras que los grandes espectáculos mainstream no eran las únicas inquietudes que le movían a dirigir películas. Desde aquella narración sobre la vida de los esclavos en los States, esta vertiente de visos ideológicos (despreciativa y comúnmente denominada “seria”) de la filmografía del realizador se ha visto sazonada con diversos títulos que han tratado otras cuestiones de especial trascendencia histórica y moral para el realizador, especialmente la segunda guerra mundial (un filme bélico – Save Private Ryan- y un drama acontecido en un campo de concentración japonés – Empire of the Sun-, así como el Holocausto – Schindler’s List-), pero también otro ajuste de cuentas a los mecanismos del esclavismo (Amistad). Munich sería, a priori, otro título a añadir a esa fracción de la obra de Spielberg. Sin embargo, se me antoja como mucho más que eso: da la sensación que Spielberg ha alcanzado una plena conciencia de su capacidad como transmisor de ideas así como un serio compromiso con su tiempo. Al igual que en una película de evasión como War of the worlds, su predecesora, el director ya alentaba en las imágenes la sombra del miedo terrorista que tiene amordazada a la sociedad norteamericana actual, en esta Munich Spielberg asume todos los riesgos imaginables. Porque Munich es una película de larga duración que nos habla sobre terrorismo desde las antípodas del dogmatismo, que enfrenta al espectador con las raíces de ese miedo antes enunciado, escarbando en sus causas, en sus entrañas, sin temor de agradar o defraudar, sino de dejar patente que la valentía es una obligación de aquéllos que se hallan en una posición preeminente en la industria. El realizador judío no toma partido por ninguna de las facciones que en 1972, como en 2006, estaban en abierto conflicto, y lo más que se permite es victimizarlos a todos, abonando la teoría de que los espirales del odio sólo llevan a la sinrazón y el abismo.
Terrorismo
El visionado de Munich es incómodo. Spielberg se toma su tiempo para describir cada una de las razones que postulan su discurso, precisamente porque se trata de profundizar. Empieza el filme con la estela de un docudrama que narra desde el punto de vista de los mass media el secuestro de los atletas israelíes en el village de Munich durante las Olimpiadas de 1972 por parte del grupo terrorista palestino Septiembre Negro. A partir de ahí, conocemos al personaje de Avner (y a su familia: su mujer y su hijo que aún no ha nacido), y entramos con él en los acontecimientos que sustentan la trama: la creación por parte del estado israelí de un grupo procedente del Mossad a quien se le encomienda la localización y asesinato de todos aquellos personajes que de algún modo guardan relación con la comisión del secuestro y asesinato en Munich. El contacto de Avner –personaje interpretado por Geoffrey Rush- sirve al espectador de apoyo a la visión israelí del estado de las cosas. Avner y los compañeros de diverso pelaje que le acompañan en su periplo por diversas ciudades de Europa, África y Asia, abren la narración a la humanización de un grupo armado que ejecuta terrorismo de Estado. Y en el otro lado del espejo, los objetivos se ven como lo que son: personajes relacionados con actos terroristas, y a su vez víctimas de actos terroristas.
Las cloacas del sistema
En este engranaje que ocupa todo el desarrollo argumental del filme apreciamos en Spielberg un doble afán: el primero, de poner en escena una narración clásica de espionaje en la estela sobria de obras referenciales de los años setenta como pueden ser Odessa o French Connection (apreciándose incluso ciertas referencias narrativas –en lo que concierne al retrato de la violencia- con ínfulas coppolianas); por otro lado, ese compromiso del que hablábamos en lo precedente, la vertiente política de la historia, que no escatima detalles en la plasmación de la falta de escrúpulos y la nula legalidad internacional que caracteriza el funcionamiento de las redes de servicios secretos y sus confidentes, así como que escarba en el sentido de los actos propios y ajenos, dejando en la interpelación del espectador –como es de proceder en una buena narración de corte político- diversos interrogantes que no tienen fácil respuesta.
Oscuridad
Es en la mencionada coda que la trama envejece paulatinamente, va perdiendo deliberadamente sentido, recubriéndose la narración de un hálito de oscuridad en el cual se van despejando las incógnitas del juego terrorista: la paranoia, el remordimiento invencible, y la imposibilidad de la objetitividad en un crescendo de violencia que sólo genera más violencia. En ese clímax de presión y precisión psicológica vemos que perecen tres de los cinco miembros del grupo de Avner, uno de ellos asesinado (por una asesina a sueldo -¿de quién?, no lo sabemos- con la que se saldarán cuentas en una brutal secuencia –la que transcurre en una casa flotante- que no conoce concesiones), otro en extrañas circunstancias (más interrogantes), y el tercero, por causa de suicidio. Es precisamente en la visualización de ese acto de suicidio que Spielberg, mediante un montaje paralelo, nos anuncia el futuro que le espera a Avner: ni siquiera un superviviente puede liberarse de la cólera, del miedo, de la imposibilidad de amar o razonar.
Masterpiece
Y esa idea, auténtico leit-motiv del discurso, se personifica en una secuencia final de superlativa intensidad –y menospreciada por la crítica sesuda, en otro ejemplo de esa animadversión insuperable hacia el realizador-, aquélla en la que otro montaje paralelo nos relaciona el doloroso intento por parte de Avner de amar a su esposa con la resolución en el aeropuerto de Munich del secuestro acaecido en aquel septiembre negro de 1972 –el dramatismo de dicha escena, procedente de las imágenes en sinergia con su punteado musical y los sutiles efectos de sonido, revela la inmensa habilidad de Spielberg para la emoción -. Los detractores del realizador de A.I. pueden esconderse en su madriguera y no volver a salir: el único argumento que les quedaba ha volado por los aires: Munich no sólo es una obra maestra del Cine sino la película más arriesgada que la industria norteamericana nos ha entregado en muchos años.
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