Gallípoli
Gallipoli.
Director: Peter Weir.
Guión: David Williamson, basado en una historia de Peter Weir.
Intérpretes: Mark Lee, Mel Gibson, Bill Kerr, Harold Hopkins, Tim McKenzie, Robert Grubb.
Fotografía: Russell Boyd.
Australia. 1981. 105 minutos.
Australianos
El de Gallípoli es uno de los más (tristemente) célebres episodios de la intervención militar de los ANZAC (agrupación de australianos y neozelandeses) en la Primera Guerra Mundial, aunque su huella histórica efectúa especial hincapié en el hecho “nacional” más que en razones estrictamente bélicas. En cualquier caso, uno de los más grandes realizadores australianos de la historia del Cine, Peter Weir, decidió en 1976 (gestación que se alargó hasta su estreno en 1981) llevar a la gran pantalla una historia de amistad en tiempos de guerra en el marco de aquella sanguinaria batalla. Gallípoli fue uno de los más exportados exponentes del boom de la cinematografía australiana de finales de los años 70 (cuyos dos nombres-insignia son precisamente el propio Weir y uno de los coprotagonistas del filme, Mel Gibson, quien por aquellos tiempos terminaba de rodar la exitosa Mad Max).
Jóvenes en la guerra
Las razones del éxito del filme son más que justificadas. La pericia y el empeño del equipo comandado por el realizador Peter Weir (quien en el futuro nos depararía obras tan variadas y a la par tan mayúsculas como Dead Poets Society, The Truman Show o Master & Commander) saca adelante una obra que se va desplegando desde un pequeño caparazón narrativo del que acaba extrapolándose un discurso universal: un bello y fulgurante alegato antibélico. La película toma partido por una minuciosa descripción de la época que retrata, y lo hace a partir de la escenografía –donde destaca la inspirada tarea lumínica de Russell Boyd, secundado por el entonces operador de cámara John Seale-, pero principalmente sobre la representación de cada personaje. El espectador avispado (o informado) sabe a los cinco minutos que la película habla permanentemente de la guerra y sus efectos sobre una generación de muchachos, pero ese leit-motiv temático sólo planea constante el metraje (en el planteamiento y nudo de la función, hasta eclosionar en los minutos finales), En la película “la guerra” es un concepto lejano, percibido por sus protagonistas como una oportunidad, como un deporte, como una aventura. Casi como una broma personificada en la perenne sonrisa y optimismo de Archy (Mark Lee), que dejará de serlo para tansitar hacia la injusticia y el horror en la sanguinaria ratonera de las trincheras, en esa secuencia final de una portentosa fuerza que, por lo demás, Weir puntúa sabiamente con el sobrecogedor Adagio de Albinoni. En la secuencia de las trincheras, el espectador asiste al nonsense de la estrategia militar basada en el despilfarro de vidas humanas, pero sobretodo al precio que, en el campo de batalla, se pagó (y, en otros parámetros, me temo que se sigue pagando) por causa de las inevitables confusiones y empecinamientos de los burócratas.
Tan rápido como un leopardo
El anzuelo de la narración se basa en la caracterización de los dos protagonistas como extraordinarios atletas, cuya capacidad para correr “tan rápido como un leopardo” (según el célebre mantra que Archy recita, en tan opuestas condiciones, al principio y final del filme) es el hilo que enhebra su amistad, la razón por la que logran unirse en la misma compañía y, al final, la virtud humana que no les impedirá perecer bajo un fuego demasiado fácil (haciendo inútiles los superlativos esfuerzos de uno y otro en ese sentido en los últimos minutos del filme, con lo que Weir subraya poderosamente el inesquivable poder devastador de la guerra por encima de cualquier aptitud humana, o dicho de otra forma, la imposibilidad del heroísmo).
Sugestión
La fuerza de sugestión de Gallípoli es enorme, y radica, como siempre sucede en los filmes de Weir, en la feliz yuxtaposición entre las intenciones narrativas y la majestuosa puesta en escena. En este caso, la impronta visual de no pocas de sus imágenes es sencillamente portentosa, sin importar el pelaje de la secuencia: da igual si es una travesía del desierto, si se trata de la despedida de los soldados en un muelle, si se limita a un apretón de manos bajo la luz crepuscular en la cima de la pirámide de Keops, o si la cámara se vuelve submarina para mostrarnos un baño de los soldados, instante en el que lo idílicio pasamos a lo macabro, la metralla que hiere a uno de los reclutas.
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