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unico testigo

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Witness

Director: Peter Weir.

Guión: Pamela Wallace, William Kelley y Earl W. Wallace.

Intérpretes: Harrison Ford, Kelly McGillis, Lukas Haas, Josef Sommer, Jan Rubes, Alexander Godunov, Danny Glover.

Música: Maurice Jarre.

Fotografía: John Seale

EEUU. 1984. 111 minutos.


 

 

 

 Weir en América

 

Es lícito pensar que la presencia en Witness de un actor de cabecera comercial de la talla de Harrison Ford tenga mucho que ver en que nos hallemos ante el filme más célebre de la filmografía del realizador australiano (al punto de contener sin duda algunos de los momentos más iconográficos de la cinematografía norteamericana de los ochenta). Los mercados son círculos que tienen mucho de cerrado, por eso no seré yo quien negue esa posibilidad; sin embargo, soy de la opinión que en este filme -desembarco de Peter Weir en la cinematografía norteamericana- concurren muchas otras razones de peso que la convierten en esa obra magnética capaz de aunar aspavientos de crítica y público.

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Con los Amish

 

Witness es una espléndida película, de intachable manufactura, y que desarrolla con agudeza y capacidad para la sugestión una temática interesante que parte de nada más (no sea dicho peyorativamente) que una trama policíaca. En efecto, aunque las líneas argumentales básicas se mueven en los férreos cánones del cine de género –y de una concepción narrativa tradicional, o si lo prefieren, convencional-, Weir logra trascender de tales enseñas (sin abandonarlas) por la vía, aparentemente secundaria, de la inclusión de un retrato realista: la introspección en el colectivo –que el éxito del filme convirtió en célebre- de los amish, agrupación religiosa cristiana de doctrina anabaptista, conformada por descendientes de inmigrantes suizos de habla alemana, notable por sus restricciones al uso de algunas tecnologías modernas, tales como los automóviles o la electricidad; Weir consigue algo tan complicado como imbuirnos de los ítems de este grupo menonita, y lo logra merced de una escenografía preciosista (mención especial a la aportación técnica: lumínica de John Seale, musical de Maurice Jarre) que cuida tanto el detalle en la descripción de tales rasgos socio-culturales –ya desde el dialecto alemán, llamado Swiss, el código de vestimenta, las construcciones, los medios de transporte…- que consigue extraer cabales consideraciones sobre las estructuras y jerarquías familiares, sociales y sexuales, motivos referidos a la educación, a la sanidad, o, en definitiva, a la oposición o falla cultural existente entre la civilización visitada y la que conformamos el grueso de ciudadanos del mundo occidental.

 Poli bueno, polis malos

 

Parte de la película transcurre en escenarios de Filadelfia, para habilitar la premisa del filme -la relación entre el policía John Book y el niño amish, y la historia de corrupción policial que dará lugar al pursuit y enfrentamiento de Book con los polis malos-; y a poco que uno se fije, es de ver que esos pasajes están tratados con una sabia yuxtaposición de lo intenso –pienso en la secuencia del asesinato, pero también en la grandilocuencia en esos primeros planos que nos muestran a los villanos, la retórica que escuchamos de sus parlamentos- con una proverbial economía descriptivo-narrativa. Porque lo que más interesa a las imágenes de Witness es sin duda el relato del día a día en ese recóndito paraje de Pennsilvania poblado por los amish, o más bien, el imposible engarce entre ese discurrir sosegado de la vida y los visos clautrofóbicos de la trama policial que se cierne sobre el protagonista. En ese sentido, un actor de corte clásico como Harrison Ford da la perfecta medida de ese personaje atrapado entre dos mundos, y Weir sabe dirigirlo con la suficiente inteligencia como para que apenas aflore el amaneramiento que es dable esperar de tan craso exponente del star-system.

 

Tensión sexual

 

    Aunque no son pocas las secuencias cuya agudeza formal merece la mención y el recuerdo (v.gr. la larga escena del montaje del granero, prodigio visual y rítmico), quizá resulta interesante detenerse en el tratamiento del tema romántico, ciertamente complejo en el papel, ciertamente fascinante en  imágenes. Una de las secuencias más recordadas del filme transcurre en el granero de la familia Lapp, y el motivo del recuerdo es una pieza musical clásica, el Wonderful World de Sam Cooke; pero más que esa atinada elección musical, interesa retener el fervor con el que la cámara retrata el acercamiento entre John y Rachel, entre dos mundos opuestos que perecen bajo el peso inaudito de la tensión sexual: atiéndase al plano que nos muestra la reacción de Rachel al hecho de que John se le acerque, en principio bromeando a costa de la letra de la canción: su mirada enardecida, que trasciende con mucho lo concupiscente, la cámara desplazándose con más lentitud, y un fondo de rojo encendido aprovechado del reflejo de las luces del coche… En otra secuencia, exquisita, y diría que violenta en su cerrazón sexual, Rachel muestra su cuerpo desnudo a John, quien después le confesará “si hubiera hecho el amor contigo, no podría irme”. Y aún nos queda el clímax, la formidable secuencia del beso en el crepúsculo, la pasión desatada. Sin duda que Weir convierte la relación sentimental entre el policía y la viuda amish en el epítome de esa relación entre polos opuestos que la película propone, y es por ello, y por la capacidad sugestiva de su cámara, que sin duda en ese plano narrativo hallemos los instantes más hermosos de la película.

 

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