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Fargo.

Director: Joel y Ethan Coen.

Guión: Joel y Ethan Coen.

Intérpretes: William H. Macy, Frances McDormand, Steve Buscemi, Peter Stormare, Kristin Rudrüd, Tony Denman.

Música: Carter Burwell.

Fotografía: Roger Deakins.

EEUU. 1996. 111 minutos.

 


 

Crónica negra

 

    Con esta Fargo, su obra probablemente más celebrada (que no la mejor), los hermanos Coen volvían, una década más tarde, a acercarse al territorio noir que visitaron en su estimulante opera prima, Blood Simple. Otra década más tarde han vuelto a hacerlo con No country for old man. Pero debo decir que todo es matizable en los Coen. Por una razón u otra, esa aproximación al noir es matizable en sus cintas, del mismo modo que el parentesco entre esas tres obras citadas no pasan de lo aparente en un campo sembrado de digresiones sui generis, en el sentido de que sus diferencias son tan palmarias como las múltiples motivaciones que mueven cada narración. En la película que nos ocupa, Joel y Ethan Coen ponen en imágenes una historia sacada de la página de sucesos, el reguero de crímenes que dejó una maniobra de fraude económico planeada por un vendedor de coches de Minnessotta, que pretendía estafar a su acaudalado suegro fingiendo el secuestro de su esposa e hija de aquél. Sin duda, una historia digna de figurar en los anales de la crónica negra, y servida con los peores augurios en los punteos musicales trágicos que van jalonando los acontecimientos ya desde el inicio de su escenificación. Pero hay mucho más.

 

 

  Impresionismo

         Densa de texturas planteadas y apuntadas tanto en el texto como en su escenificación, Fargo aglutina con encomiable destreza narrativa un cuadro de costumbrismo diría que despiadado, construido mediante la sutil planificación de escenas (que a menudo desgranan ideas que están por encima de las motivaciones de los personajes, razón por la cual apenas terminar de exponerlas se produce un corte, dejando una sensación de brusquedad expositiva que acaba resultando muy cara a los propósitos del filme) y el buenhacer interpretativo de todos los actores (con mención especial a William H. Macy, el paria por excelencia del cine americano). Destaca igualmente el valor visual de la nieve, del cierto impresionismo con que se muestran los paisajes desnudos de frío y asepsia blanca, que dota del relieve más insignificante a los personajes, y a la vez indica –en sutil pero constante sobreimpresión- el peso formidable de las apariencias en el devenir de los acontecimientos (reflejo telúrico de la apabullante inercia del trato amable que caracteriza la población del medio rural americano, apartado éste que relaciona –en oposición- a la sheriff que encarna McDormand –que siempre se muestra exquisita en el trato y sabe guardar las formas- con el vendedor que encarna Macy –que no sabe controlarlas-). Es un cúmulo de pistas, tan inequívocas, que guarda nuestra retina y donde habita la idiosincrasia indomeñable de Joel y Ethan Coen, y su singular talento. Todos esos mecanismos cinematográficos que abundan en la -e imponen al espectador- cierta distancia con lo que se está narrando (una marca de estilo que, por cierto, emparenta a los Coen con Hitchcock). De esa extraña (pero cartesiana) caligrafía acaban asomando perfiles cáusticos y grotescos sobre lo dramático (los errores fatídicos de Macy, la descomposición familiar) y lo sórdido (los asesinatos a quemarropa, o, cómo no, la plasmación del proceso de trituración interruptus –asoma una pierna- de los cadáveres).

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