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kill Bill

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  Kill Bill, Vol. 1.

Director: Quentin Tarantino.

Guión: Quentin Tarantino, basado en una idea compartida con Uma   Thurman.

Intérpretes: Uma Thurman, Lucy Liu, Vivica A. Fox, Sonny Chiba, Daryl Hannah, Michael Parks.

Música: RZA.

Fotografía: Robert Richardson.

EEUU. 2004. 112 mins. aprox.

 

Correrá la sangre

 

La cuarta película de Quentín Tarantino” y “La sangrienta historia de una venganza” son los dos subtítulos publicitarios de este primer volumen –Tarantino lo bautizó así, como si se tratara de LPs- de esta película que protagoniza Uma Thurman, revelada como actriz-fetiche del realizador tras su extravagante, sugerente y finalmente iconográfico papel en Pulp Fiction. Parece una magnífica revelación de intenciones, comerciales y cinematográficas: lo primero, porque el realizador de Reservoir Dogs, cual improbable Capra del siglo XXI, quiere desplegar a fondo su talante mediático, su –por eso el comentario de Capra, cuya mero nombramiento aquí a muchos puede parecerles cuasipornográfico- “nombre encima del título”; lo segundo, porque, como revela la sorna implícita en el epíteto “sangrienta”, el filme quiere liberarse en cierto modo de estigmas pasados sobre complejidades estructurales o narrativas de guión y centrarse, a rienda suelta, en el plano visual.

 

 

    Ejercicio de estilo

 

Porque Kill Bill, Vol.1, espectáculo palomitero para públicos sin complejos –ése que sabe reconocer que la violencia es algo más que chorros de sangre borbotoneando al son de coreografías de artes marciales-, no deja de tener un vacuo trasfondo, y porque así lo quiere su artífice: Tarantino planea y ejecuta con esta película (y su segunda parte) un ejercicio de estilo en toda regla, con resultados algo irregulares en algún segmento, pero estimulantes en la mayoría de metraje, e incluso brillantes por momentos. Un estilo sujeto a la multirreferencialidad (sobre la que no me extenderé en exceso, primero porque se han derramado ya muchos ríos de tinta al respecto, y segundo porque desconozco la mayoría de los variopintos –algunos ciertamente bizarros- ejes referenciales del director), pero no por ello carente de una personalidad muy propia, y me atrevería a decir que muy poderosa, sustentada en la utilización de la música y del montaje, la tensión como coda para la planificación y el tratamiento de las secuencias de acción, y el acusado gusto por los detalles kitsch como contraste a las elegantes resoluciones visuales que los tejen.


 

 

Kill Bill, Vol. 2.

Director: Quentin Tarantino.

Guión: Quentin Tarantino, basado en una idea compartida con Uma   Thurman.

Intérpretes: Uma Thurman, David Carradine, Michael Madsen, Daryl Hannah, Michael Jai White.

Música: RZA.

Fotografía: Robert Richardson.

EEUU. 2004. 130 minutos

 

      Otro tono

 

La mayoría de los críticos, que aprecian la película –creo que son los menos los que no la aprecian: en tales casos, la detestan-, mencionan que este segundo capítulo –o volumen- de la epopeya de sangre, artes marciales y amor de madre confeccionado por Tarantino completa a la primera, por cuanto articula una serie de resoluciones narrativas y visuales que distan de las optadas en el primer volumen –o capítulo- otorgándole así unas señas que, allende la diferencia, implica una cierta “desincronización organizada por parte del creador de Vincent Vega. No alcanzo a aprehender en el visionado de una y otra película tales concomitancias, si bien es evidente que el pulso narrativo buscado (y logrado) por Tarantino en esta culminación de esta historia de venganzas es mucho más diferido, un tratamiento mucho menos frenético de los acontecimientos que tiene que ver con su tono, esto es cuya razón de ser reside en su condición de desenlace de la historia (el grueso dramático de las películas se halla en ésta, porque sólo en ésta aparece el otro elemento del conflicto dramático: Bill).

 

 

      Argucias cinematográficas

 

Kill Bill, Volume 2 abandona la mayoría de los efectismos, y las servidumbres al cine de artes marciales van abriendo paso a otras servidumbres, heredadas del western (v.gr. véase la secuencia de la planificación de la boda, fotografiada en b/n), y de esta filiación un tono decididamente crepuscular en los últimos compases de la historia. Es cierto que la historia que Tarantino narra en estos dos volúmenes no merece otro calificativo que descabellada, y que la propuesta está cargada de excesos gratuítos, de estereotipos que parecen sacados de las más rastreras producciones de cine de acción de serie Z, y, en fin, de mil y una referencias que abonan la teoría del pastiche más freak. Pero si atendemos a tales realidades objetivas, ¿cómo consigue Tarantino implicarnos o incluso emocionarnos con lo que nos está contando? Quizá porque se ofrece sin paliativos al juego que propone, porque se lo toma a pecho, y con ello logra nuestra complicidad; quizá porque sus mejores argucias no estriban en el aparatoso e histriónico feudo argumental, sino en las estilizadas soluciones de secuenciación, planificación, tratamiento de la violencia, usos del montaje; quizá porque el talento de Tarantino le da para jugar con tanto fuego sin quemarse.

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