sed de mal
Touch of Evil.
Director: Orson Welles
Guión: Orson Welles, basado en la novela de Whit Masterson.
Intérpretes: Charlton Heston, Janet Leigh, Orson Welles, Joseph Calleja, Akim Tamiroff, Marlene Dietrich.
Música: Henry Manzini.
Fotografía: Russell Metty.
EEUU. 1957. 98 mins. aprox.
Plano-secuencia
Touch of evil empieza con una pirueta visual que revela el talante y el talento de su creador y que, en 1957, debió de parecer de otra galaxia (y si se me permite fantasear, quizá dio sentido a la vida de un niño llamado Brian De Palma): Orson Welles planifica y ejecuta a la perfección un largo plano-secuencia que forma parte de los anales de la historia del cine: la primera imagen es un primerísimo plano de una bomba casera, y el plano se abre para mostrarnos dos cosas: primera, exterior-noche; segunda, que su portador –que permanece en sombras- lo coloca en la parte trasera de un lujoso descapotable. Con una grúa, la cámara sube para convertirnos en vigilantes privilegiados de una tensión que no se apagará. En ese semipicado, vemos que suben al coche un provecto caballero, fumador de habanos, y una rubia de figura despampanante; se enciende el motor y la radio, pero la bomba aún no explota, y en nuestro semipicado seguimos la ruta del vehículo, que transita despacio por las calles de una villa que fácilmente identificamos como mejicana y que pronto –cuando lleguen a la aduana- sabremos que es fronteriza; la cámara juguetea, sube, baja, investiga el entorno, ahora se aproxima para mostrarnos a una feliz pareja de recién casados, el Sr. Vargas y su esposa (Charlton Heston y Janet Leigh), que caminan por esas mismas calles en ebullición; huelga decir que su bienestar contrasta con la preocupación que sólo atañe al espectador, porque sólo él sabe que hay una bomba; se funden sonidos diegéticos con la canción de la radio del coche cuando la cámara se acerca a su influencia, y con un aderezo musical con instrumentos de vientos compuesto por Henry Mancini; el vehículo en cuestión alcanza el puesto policial fronterizo, y al mismo tiempo lo hace la pareja feliz; el plano nos acerca a la escena: Vargas bromea con los policías, su esposa sonríe, el tipo del coche espera que levanten la barrera mientras fuma su puro con expresión de complacencia, su acompañante dice que tiene metido en la cabeza un “tic-tac” incesante, pero nadie la escucha; el coche cruza la frontera y sigue su camino y la cámara se queda con la intimidad del beso que se dedican la pareja de tortolitos; pero el plano –ya primer plano- de aquel beso se interrumpe cuando se escucha una funesta explosión. Ya pasamos al segundo plano de la película, que nos muestra un coche en llamas. Touch of evil ha empezado.
Un toque malsano
El filme propone un malsano viaje a un universo de corrupciones, violencia y malos hados. Welles siempre fue un genio gamberro, y se atreve a sacarle punta (y vueltas de campana) tanto a las condiciones de producción (nos hallamos ante un majestuoso filme de serie B) como al territorio genérico que investiga: Touch of Evil es un film noir en toda regla, y el realizador de Citizen Kane nos ofrece en imágenes la quintaesencia de ese glorioso género, pero sus experimentos con la cámara, su ingenio, su habilidad narrativa –probablemente sin parangón en la historia del cine- llevan la propuesta al barroquismo mediante un torrente de situaciones y personajes retratados del modo más obtuso (esos primeros planos filmados en gran angular de Akim Tamiroff o de Dennis Weaver son auténticamente terroríficos); exprimiendo hasta sus últimas consecuencias (para azotar al espectador) la compresión espacial y temporal en la que se sirve la trama; utilizando la música y el montaje como vehículos de lo grotesco, de lo mefítico; habilitando un incesante y diabólico juego de sombras y más sombras – iluminadas por el operador Russell Metty- para convertir en esquinados los escenarios, y en claustrofóbica la atmósfera que se ve, huele y casi se puede tocar.
Infalible lógica justiciera
Desde su propio título, la película nos propone un viaje hacia el infierno. A pesar de que Miguel Vargas y su esposa Susie canalicen la trama, es evidente que el máximo interés narrativo reside en el personaje de Hank Quinlan (magistralmente incorporado por el propio Welles), jefe de policía del sector americano de la villa fronteriza, cuyos despiadados métodos se ponen en la picota de la investigación criminal en liza. Quinlan es un tipo enfermo, alcohólico, despótico, traidor, mentiroso. El dolor de su pierna le sirve de inspiración, y sus intuiciones se convierten en norma. Al precio que sea. Quinlan es la personificación de toda la podredumbre del ambiente en el que se mueve, es la maldad en estado puro. Pero Welles ama a su personaje, lo dota de un indudable magnetismo, e incluso le ofrecerle una tregua en las dos cortas secuencias en las que visita la casa de Tanya (Marlene Dietrich, sencillamente fascinante): en esos pequeños instantes, su existencia deja de ser viperina, un sentido del romance y de la nostalgia humanizan al personaje, y el sonido de la pianola ofrece algo parecido a una redención. Como decía, Welles ama a su personaje: en la última secuencia del filme parece revelarse que, a pesar de sus arbitrarios métodos, Quinlan daba siempre con la correcta resolución de los casos. Cuando el filme termina, el personaje ya no existe, pero se ha convertido en leyenda, en la manifestación de una imposible e infalible lógica justiciera deambulando y manteniéndose a flote en la oscura ensoñación de aquel particular infierno.
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