campanadas a medianoche
Campanadas a medianoche
Director: Orson Welles.
Guión: Orson Welles, basado en ensayos de Raphael Holinshed, y en la obra de William Shakespeare.
Intérpretes: Jeanne Moreau, Margaret Rutherford, Orson Welles, John Gielgud, Marina Vladi, Walter Chiari, Michael Aldridge.
Música: Angelo Francesco Lavagnino.
Fotografía: Edmond Richard.
Francia-España-Suiza. 1965. 101 minutos.
En las pieles de Falstaff
En esta su tercera y última incursión en el universo shakespeareano, Orson Welles, amén de dirigir –y, como siempre, controlar milimétricamente todos los estadios de la producción, recuperando el aliento de maestros del cine primigenio o, si lo prefieren, adelantándose unas cuantas décadas a la llamada generación del nuevo Hollywood, de los años setenta-, viste –y a la perfección- las pieles y el alma de John Falstaff, orondo plebeyo de tupida barba blanca, que parece la summa de todos los vicios y debilidades del alma humana, y ello careciendo de auténtica maldad. Hay quien ha visto en ese personaje una parábola consciente sobre el statu quo del Mago, de Welles, en el establishment cinematográfico, sobre su azote a las estructuras preestablecidas y el maltrato padecido por el genial realizador de El Proceso. Sin necesidad de valorar la veracidad de tales suposiciones es sin duda cierto que las condiciones de gestación de la película –en tierras españolas y cobertura del productor Emiliano Piedra-, contrapuestas al ambicioso proyecto que esta Campanadas a medianoche abanderó (película basada en un montaje teatral del propio Welles que aglutinaba hasta cinco obras del literato inglés por excelencia) no merecen otro epíteto a su creador que el de indómito, y vista la maestría en su resolución, se engrandece la leyenda de uno de los creadores más extraordinarios que nos ha dejado más de un siglo de cine, y quizás –con permiso de Hitchcock- el más visionario de todos.
Del poder y la corrupción
La precariedad de condiciones se acusa en la cierta sensación de atropello del tratamiento visual de la obra y sobremanera en el deficiente sonido, pero todo ello no menoscaba un ápice la fuerza y el talento que Falstaff (uno de sus títulos originales) derrocha por todos sus poros. La historia contrapone de forma constante los entresijos de la nobleza con el día a día del pueblo llano, a través de un constante juego entre el desarrollo de los puntos de vista desde uno y otro segmentos (representados por dos escenarios bien diferenciados) y mediante el vínculo entre ambos estadios de la vida medieval que personifica Hal, hijo de Enrique IV llamado, por un lado, a heredar su trono y amigo íntimo, por el otro, de John Falstaff. Con esta estructura bipolar –que curiosamente sólo se quiebra en la célebre secuencia de la batalla, equiparando la guerra con la única posibilidad de acercamiento entre ricos y desfavorecidos-, el filme reflexiona con lucidez y cierto desgarro emocional sobre algunas de las facciones más íntimas de la creación del autor inglés, las que hablan de las diversas apariencias de la corrupción y de la aniquilación desintegradora que el poder ejerce sobre los valores humanos.
Festín visual
Las soluciones de puesta en escena que el ojo de Welles propone -siempre bajo los claroscuros que la historia y el carácter modesto de la producción aconsejan- no dan tregua a la retina que las recibe. Auténticos planos-secuencia de corte eminentemente teatral se mezclan con otras secuencias donde la cámara se mueve y persigue incesante los avatares físicos de los personajes, atreviéndose a menudo con auténticas piruetas visuales. Sucesiones diríase que supersónicas de planos medios y cortos –la marcha de Persi a la batalla y el anuncio frenético de los clarines, o el prodigio de montaje de la batalla en el interludio de la película- se confrontan a los solemnes primeros planos que resiguen los soliloquios de John Gielgud... Sencillamente prodigiosa película de Welles.
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