la cruz de hierro
Cross of Iron.
Director: Sam Peckinpah.
Guión: Julius J. Epstein y James Hamilton, basado en la novela de Willi Heinrich.
Intérpretes: James Coburn, Maximilian Schell, James Mason, David Warner, Klaus Löwitsch, Roger Fritz.
Música: Peter Thomas y Ernest Gold.
Fotografía: John Coquillon.
EEUU. 1977. 110 minutos.
Rodada en 1977, y menospreciada por buena parte de la crítica de su tiempo, esta Cross of iron se erige probablemente en la última película de Sam Peckinpah que contiene, al menos, aletazos, del indudable talento del realizador de Straw Dogs, cobijados bajo lo histriónico y lo poderosamente lírico; su vida de particulares excesos terminó con él no mucho después, a mediados de la siguente década. Guardando las distancias, esta película me hace pensar en The Big Red One, de Samuel Fuller, quizá por su cercanía cronológica, por su filiación bélica, por ser ambas dos obras sobre un conflicto al que la industria había olvidado (estrenados ambos en plena eclosión de filmes revisionistas sobre Vietnam), por tratarse de visiones tan personales –auténticos filmes d’auteur, mal que pese a algunos-, y por la cierta equiparación que merecen dos directores que postularon su arte a contracorriente del establishment y que por ello, Peckinpah al igual que Fuller, Fuller al igual que Peckinpah, han dejado una impronta tan genuina.
¿Un héroe nazi?
Así que el interés del filme reside en conocer la visión de aquel autor amante de la filmación de la violencia aplicada a un conflicto bélico contemporáneo: la Segunda Guerra Mundial. En ese apartado temático, Cross of iron presenta la singularidad de narrar los avatares de soldados alemanes. En efecto, el héroe (peckinpahiano en toda regla) que James Coburn incorpora viste el uniforme nazi. Cierto es que apenas se ven las imágenes anónimas del enemigo, que este enemigo es ruso (la trama acontece en el frente ruso, poco antes de ser derrotado por las inclemencias de todo tipo), y que a la postre estos soldados luchan no sólo contra su propia condición y contra los elementos externos, sino también contra las maniobras despóticas y ruines de superiores con ínfulas de grandeza (Hauptmann Stransky, el aristócrata prusiano convertido en teniente que tan y tan bien caracteriza Maximillian Schell). Pero en definitiva no es común para el espectador acercarse a un filme bélico en el que la crudeza de la guerra (que acaba careciendo de bandos) se muestre desde la perspectiva de los portadores de la esvástica.
El infierno no hace distinciones
Peckinpah toma ese material de partida que funda su discurso en la irracionalidad e injusticia inherente al aparato de jerarquías del ejército –una temática que nos recuerda obras tan variadas y trascendentes como Paths of Glory, King & Country o la ulterior Platoon-, y lo que nadie puede negar es que le da naturaleza de discurso mediante su característica y a veces descabellada forma de rodar y montar las imágenes. No cabe duda de que Cross of iron es una película irregular donde las haya, que Sam Peckinpah no se movió cómodamente con el parco presupuesto que dispuso para hacerla, y que a menudo su desparpajo visual rebasa la línea de lo coherente, o incluso de lo intenso, para arrojar un saldo que perjudica al filme – así sucede con algunos de sus juegos de montaje, o en la radicalidad de la plasmación subjetiva de algunos planos-, pero con tanto artificio conviven algunas secuencias cuya capacidad de sugestión o carga épica son innegables e intachables, tan dignas y brillantes en su ejecución como puedan serlo las que han quedado como más referenciales de la obra del realizador. Asimismo, las interlúdicas secuencias en las que aparecen los personajes encarnados por James Mason y David Warner nos dejan apuntes de lo más sugerentes sobre lo que tiene de castrante la presencia de la burocracia en los campos de batalla (el filme no muestra antipatía alguna por ambos oficiales de alto rango, pero los acontecimientos revelan su más que evidente inutilidad en la toma de decisiones). Ítem más: el atrevimiento salvaje de Peckinpah se revela, en los compases finales del filme, como acomodo perfecto al retrato del nonsense que caracteriza la guerra inmediata, el combate cuerpo a cuerpo (en ese sentido, no defrauda en absoluto ese desenlace abierto, en el que la imagen funde a negro y escuchamos el eco de las risas de Steiner; Peckinpah parece decirnos que, a ciertas alturas, ya no tiene el menor interés o la menor importancia quien sobrevive o quien muere: el infierno no hace distinciones).
Los niños
De entre los excesos del director de The Wild Bunch me gustaría rescatar, por su intensa carga lírica, la utilización y referencia constante a los niños, ya desde los frames congelados de los títulos de crédito (y esa melodía que se recupera de forma harto grotesca en los últimos compases del filme), a la presencia de ese niño prisionero ruso, cuya paternidad Steiner trata de asumir antes de que la adversidad se lo arrebate –el niño muere bajo el fuego de sus propios compatriotas.
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