la conversación
The Conversation.
Director: Francis Ford Coppola.
Guión: Francis Ford Coppola
Intérpretes: Gene Hackman, John Cazale, Allen Garfield, Frederic Forrest, Cindy Williams, Michael Higgins, Harrison Ford, Teri Garr.
Música: David Shire.
Fotografía: Bill Butler.
EEUU. 1974. 111 minutos.
Caul-Call-Crawl
Hay muchos modos de introducir una reseña de esta espléndida película de Francis Ford Coppola. Una de ellas, lógicamente recurrida, es contextualizándola en su año de realización, 1974, y decir que nos propone una metáfora cuyos ecos políticos provienen inequívocamente del escándalo Watergate, acaecido dos años antes del estreno del filme y que había dejado una profunda huella en una sociedad, la norteamericana, que atravesaba uno de sus momentos más críticos, tras la humillación en Vietnam y el advenimiento de la crisis económica. También puede traerse a colación que el personaje de Harry Caul (interpretado por un superlativo Gene Hackman) está parcialmente inspirado en el protagonista de “El lobo estepario”, la célebre novela de Hermann Hesse. También cabe citar referentes cercanos de la cinematografía europea (y recordar que Coppola fue un realizador que “europeizó” el cine norteamericano) como Michelangelo Antonioni y su mesmerizante Blow up (1967), o Jean-Pierre Melville y ese ejercicio de épica lacónica titulado Le samourai (1967). O también podemos optar por una perspectiva menos convencional, y referirnos a las dilogías que puede dar lugar el apellido del protagonista de la cinta, Caul, cuya pronunciación es casi idéntica a la voz de “call” (“llamar” en inglés), pero también se asemeja mucho a “crawl” (traducible por “avanzar lentamente”, “reptar”, “arrastrarse”, o incluso “humillarse”).
Tras el silencio
Podemos interpretar esta The Conversation como una historia sobre el cazador cazado. Así se deduce de la trama que la sostiene: el protagonista del filme, Harry Caul, es uno de los mejores especialistas en grabaciones privadas y sistemas de seguridad; en una de sus grabaciones intuye una conspiración, y el cliente, receloso, acabará acosándole a él para proteger la intimidad de sus actos. Pero si me refiero a la historia del cazador cazado vengo a referirme más bien a las opciones escogidas por el guionista y realizador para presentarnos y desgranar la historia de este hombre y su sino. Los créditos iniciales se sobreimpresionan en un semipicado que empieza como plano general (vemos el bullicio en una plaza cualquiera de San Francisco), y va acercándose lentamente hasta alcanzar a Hackman, a quien vemos deambular por la plaza, se le acerca un mimo que juega a imitarle y él trata sutilmente de zafarse. Ese primer plano del filme es una clara declaración de intenciones, pues marcará las opciones escenográficas y estéticas de la película; la cámara se aplica fruiciosa a observar los actos de Caul, le sigue por las calles y transportes de la ciudad, le acecha en la iglesia (y hasta en el confesionario), le acompaña cuando busca la compañía de su improbable amante (Teri Garr), le contempla mientras deambula distraído por entre los stans de una convención de su sector, le descubre en los ascensores, le persigue en el inquietante territorio hostil (la empresa de su cliente, el hotel)… Y en su cometido, la cámara se muestra eminentemente comedida y pudorosa, tanto como el propio protagonista, tan diligente en su plasmación de lo ajeno, de lo esquivo, de cierta noción de lo claustrofóbico, y –cuando la trama se complica- de lo alienante. La cámara, en fin, respira el estado anímico del personaje al que sigue, esa cierta conciencia asumida de no ser nadie (“yo no soy responsable de nada”, afirma Harry en repetidas ocasiones), una conciencia que, al ser escarbada –cuando a Harry le pica la curiosidad y conjetura sobre los motivos y consecuencias de los actos que está grabando-, revela lo febril de sus pulsiones, lo patético de su condición, el daño que inflige en el alma la castración de los sentimientos: Harry es un hombre de omisión, alguien que pugna desesperadamente, sin conseguirlo (sólo lo hace en la magnífica secuencia onírica), por exteriorizar emociones que yacen a demasiada profundidad, y que, quizás por el desuso, están demasiado mal arrebujadas en sus entrañas. El mayor magisterio que Coppola demuestra en la película radica en plasmar con tanta delicadeza, tanta sabiduría y tanta capacidad sugestiva los gritos de dolor que habitan tras el silencio, el recorrido imposible de Harry entre la culpa y la redención (en ese sentido, también es antológico el clímax emocional que supone la conversación en la intimidad con la mujer que después va a robarle, conversación que, en un agudísimo ardid de guión, descubriremos que ha sido grabada: no es de extrañar el arrebato de ira de Harry, puesa se siente desnudo y humillado).
Ruido
Pero el análisis de una obra como The Conversation, y la labor de un cineasta de pericia tan quirúrgica como Coppola, nos obliga a efectuar esfuerzos quirúrgicos, así que volvamos a ese primer plano de la película, el que se acerca sobre la plaza de San Francisco y sobre Harry. Mientras vemos el lento avance de la cámara escuchamos ruidos. Ruidos estridentes, indescifrables. Ecos agudos, chasquidos, rumores. Cacofonías que, después lo sabremos, corresponden a la captura del material sonoro mediante estrategias de lo más imaginativas e instrumental de lo más sofisticado. Que después cobrarán forma, nitidez. La presencia de esos sonidos es utilizada por Coppola a modo de coda temática (y debe destacarse aquí la labor de Walter Murch en esa mezcla de sonido, labor que sólo puede calificarse de filigrana): otra vez nos hallamos la intertextualidad entre continente y contenido: la vida de Harry es desgranada en secuencias aisladas que se van concatenando e integrando unas con otras del mismo modo que los sonidos que capta el investigador deben ajustarse a un tono y ensamblarse para alcanzar la lógica, el contenido. En ambos casos (cámara y grabaciones), acaba emergiendo una secuencia perfecta. Pero es una secuencia de lo aparente, pues tras ella se esconden muchos interrogantes. Los que acucian a Harry y turban al espectador del filme, obligándole a casar los términos del thriller afectado con otros resortes mucho más difusos, los de la textura dramática que atañe al protagonista, su obsesión cada vez más enfermiza que se dirimirá, primero, en el clímax del nudo de la película (las secuencias que transcurren en las habitaciones del hotel, donde Coppola propone un auténtico tour de force de planificación y de gestión de los mecanismos del suspense), y, después, en el desenlace de la función, cuando Harry toma conciencia de ser espiado y se dedica a destruir literalmente todo el mobiliario de su casa en busca de un micro. En el plano final, arrebatadora tesis, vemos a Harry sentado en medio de la nada, de su piso desnudado hasta el hueso, igual que ha sucedido con todas sus convicciones (incluida la Fe, ese paraguas que ya ha dejado de protegerle, como revela el instante en que, tras un titubeo, Harry destruye la figura de plástico que reproduce una imagen bíblica). Pero Harry, sentado en medio de esa nada, aún tiene algo a que aferrarse: toca el saxo, improvisa sobre un fondo jazzístico. La música es el contraste con el ruido de tantas e infames grabaciones. La cadencia del jazz y su lógica improbable, su única escapatoria.
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