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scoop

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Scoop.

Director: Woody Allen.

Guión: Woody Allen.

Intérpretes: Scarlett Johansson, Hugh Jackman, Woody Allen, Ian McShane, Julian Glover, Charles Dance.

Fotografía: Remi Adefarasin.

        EEUU. 2006. 91 minutos.

 

 

     Dejà vú

 

Tras blindar su filmografía de los últimos años con una obra maestra de la enjundia de Match Point, Woody Allen parece darse un respiro con esta comedia de misterio, una de las obras más vanas del realizador de Manhattan. En Scoop (título que podría haberse traducido al castellano por Exclusiva –si no fuera baladí e inútil, algún día habría que (psico)analizar los caprichosos cauces de decisión de los traductores-), rehuímos casi frontalmente la más fundamental obsesión alleniana (las relaciones humanas), y nos introducimos por ciertos meandros temáticos de la obra del neoyorquino. Por un lado –el más evidente-, la presencia de un homicidio sin resolver. Este tema se trató en muchas otras ocasiones, pero siempre con un guión más afilado: hacia la severidad en la reciente Match Point y en Crimes and Misdremeanors; como sátira de la burguesía neoyorquina en Manhattan Murder Mistery; en un personal y hábil homenaje al cine expresionista en Shadows and Fogs; e incluso como cocktail liviano entre iconos del cine clásico americano, como la serie negra y la guerra de sexos en la irregular The Curse of the Jade Escorpion. Junto a esta categoría argumental, se anota otro ítem más o menos constante en la filmografía de Allen, cual es la magia y la presencia de lo sobrenatural: pienso en el capítulo de la Trilogía de Nueva York en el que se daba rienda suelta a obsesiones freudianas a través de un descontrolado truco de magia; pienso en el segmento de Deconstructing Harry en el que Tobey Maguire tenía un inesperado encuentro con la mismísima Muerte (guadaña incluída, como aquí) –o incluso en el descenso literal a los infiernos, versión un poco más avanzada del trayecto que con Caronte recorren en esta ocasión el propio Allen e Ian McShane-. También cabría citar los motivos amatorios y la invisibilidad que aparecían en Alice, o incluso el homenaje a la farándula de baja estofa que tenía lugar en Broadway Danny Rose.

 

 

    Allen hilarante

 

A la vista de tanto motivo para la cita, de tanta sensación de dejà vú, me da a mí que Allen rubrica con esta Scoop una especie de pastiche de su propia obra previa. Y lo que pretende realmente –en una constante de su cine de comedia en los últimos ocho años, pero de un modo particularmente acusado- es dar rienda suelta a su vena de showman desaforado, a su innegable e inmarchitable capacidad para describir sus pulsiones con la hilaridad más irónica. Lo más interesante en Scoop acaba residiendo en los gags gesticulares y sobretodo verbales del propio actor-guionista-director, en el improbable modo en el que desciende aquellas escaleras que por su ubicación nos recuerdan el acceso al cuarto del horror en Psycho (o, si lo prefieren, a la bodega de Notorious), o en la descripción de su paso del judaísmo al narcisismo (como en otra película pudiera haber dicho al onanismo), o a la sentida queja de su imposibilidad de permanecer en Londres arguyendo que los americanos tienen allí “serios problemas con el idioma”. Parece que de este modo está, en el otoño de su carrera, cerrando un círculo, al recordarnos sus inicios en el talk-show televisivo, o la prosa de sus desternillantes libros.

 

 

     Más allá del más allá

 

Sin embargo, como suele suceder en el cine de Allen, incluso en lo más intrascendente hallamos destellos de la categoría narrativa del realizador. En este caso en particular me quedo con la secuencia del accidente de tráfico en off, accidente que acabará revelándose trágico pero que, merced de la habilidad del narrador –y su afán desdramatizador arrojado al extremo-, recibimos con carcajadas. En consecuencia de aquel suceso, el epílogo del filme nos muestra, en el lugar de Ian McShane, al propio personaje encarnado por Allen formando parte de la nave que cruza la noche, hacia la orilla de esa particular Laguna Estigia. Cierra la película –y abre la vida tras la muerte- quejándose de la conducción británica e invitando a sus acompañantes a dejarse engatusar (y a la postre divertir) con sus vulgares ardides con los naipes. Esa última secuencia tiene muy mucho de declaración de intenciones. Y para un rendido admirador de muchas de las obras de Woody Allen, esas intenciones, la humildad de esa indomeñable idiosincrasia, convierten aquel instante en íntimo, y lo dotan de cualidades diría que casi líricas. Que Woody Allen nos diga que sea como fuere el largo viaje a la eternidad él quiere seguir siendo el mismo tipo neurótico tramposo y adorable resulta, sencillamente, emocionante.

 

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