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recuerda

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Spellbound.

Director: Alfred Hitchcock.

Guión: Ben Hech, basado en la novela de Francis Beeding (pseudónimo).

Intérpretes: Ingrid Bergman, Gregory Peck, Leo G. Carroll, Michael Checkhov, Rhonda Flemming, Norman Lloyd.

Música: Miklós Rózsa.

Fotografía: George Barnes.

EEUU. 1945. 107 minutos.

 


 

 

 

Freud y Dalí

 

El primer comentario que suscita la presente película asocia el nombre de su realizador con unas inquietudes por (inter)disciplinas en cierto modo íntimamente ligadas, cuales son el psicoanálisis y el surrealismo, y personificables en las pieles de Sigmund Freud y Salvador Dalí, el primero mentado en diversas ocasiones a lo largo del filme y el segundo, más allá de simples referencias, que colaboró con Hitchcock en la plasmación visual del sueño que describe el personaje de Gregory Peck (a pesar de la marcada estética daliniana de los objetos que se muestran en aquel episodio onírico, parece ser que Dalí se limitó a la concreción de la dirección artística, pues los elementos ya se hallaban en el argumento del filme).

 

 

Hitchcock y el psiconálisis

 

El segundo comentario, algo menos habitual, cataloga esta Spellbound como producto “menor” del realizador de Lifeboat, y ello relacionado con el manejo más bien ingenuo de un material, el del psicoanálisis (psiquiatras, interpretaciones de sueños, incardinación de los mismos en la trama), rama de la psiquiatría muy en boga en aquellos tiempos y con la que al parecer el productor David O’Selznick quería subrayar la textura dramática del filme (dicen los historiadores que en efecto ése fue el germen de Spellbound). No seré yo quien remede estas apreciaciones: en efecto la trama, por enrevesada que pueda parecer en sus diversos jalones, obedece a unos parámetros de superficialidad en el tratamiento (o hasta falaz adoctrinamiento) de las tesis freudianas, si bien conviene hacer dos matizaciones: primera, que se trata de una materia muy cara a los propósitos universales del cineasta, y ello habilita sinfín de situaciones brillantes; segunda, que, como a menudo sucede en los filmes de Hitch, la trama no deja de ser una tabla sobre la que desplegar ese apabullante universo temático, el juego de la mirada del realizador, apartado en el que, una vez más, no defrauda su modernidad, la belleza plástica, la imaginería y el calado psicológico que radica más allá del contenido (y que en esta ocasión se focaliza principalmente en la majestuosa interpretación de Ingrid Bergman).

 

 

Hechizos cinematográficos

 

No son pocas las secuencias de Spellbound (mote que no designa el recuerdo sino que se traduce por “ensoñación”, o “hechizo”) que dan carta de naturaleza al enunciado del propio filme y a los propósitos narrativos de su autor. El dominio de los elementos cinematográficos no tiene mácula: los ágiles perfiles de los personajes (el primer encuentro entre Peck y Bergman, esos primerísimos planos), la proverbial velocidad de crucero rítmica (a los diez minutos ya estamos metidos de cabeza en la esquiva trama... diez minutos antes del final aún queda un último y decisivo twist), la utilización de ingeniosas y brillantes elipsis y transiciones (como el rápido montaje para narrar el encarcelamiento de Peck, parangonado con los primeros planos del sufrimiento de la Bergman), la envolvente descripción atmosférica, los tours de force visuales (la secuencia en la que el personaje de Peck desciende las escaleras con una cuchilla de afeitar en ristre, aquélla otra en la que el revólver del director del psiquiátrico apunta a la doctora, o los dos planos subjetivos –uno al inicio y otro al final- de ella subiendo las escaleras y visualizando la luz encendida del despacho del director, planos idénticos en su formulación visual pero bien distintos en su significado conceptual: amén de atesorar sendos clímax narrativos –el descubrimiento de una pasión, el descubrimiento del asesino-, supone una hiperbólica y genial anagnórisis para el espectador)... En el apartado técnico también cabe destacar la romántica partitura de Miklós Rózsa, quizá uno de los más majestuosos scores del maestro hungaro, y a pesar de ello (o quizá por conciencia de esa majestuosidad) una partitura de la que Hitchcock abusa quizá innecesariamente (huelga decir que es diferente la belleza objetiva de una banda sonora que su pertinencia en el punteo de imágenes: sinceramente creo que si en secuencias climáticas o en otras como el paseo en el campo la música resulta adecuada y capaz de aportar muchas cosas a la textura narrativa, en otros casos su utilización resulta un pelín caprichosa, y acaso promueve circunloquios innecesarios... máxime considerando la fuerza autosuficiente de las imágenes).

 

 

Sui generis

 

Con todo, Spellbound también permite abrir muchas puertas a lo sui generis (y utilizo un símil, el de abrir puertas, que me facilita el realizador de forma literal: las que se muestran en el hermoso plano que se inserta al primer beso de los protagonistas): a los equívocos sobre la falsa culpabilidad de Peck (que, no lo olvidemos, ha usurpado la personalidad de un muerto) y los juegos de ambigüedades que ese desconocimiento propone (la exponencial peligrosidad del personaje da mucho juego en no pocas secuencias); al cambio de postura sentimental de la Bergman (de lo cartesiano a lo intuitivo, que promueve ciertos comentarios cargados de sorna por parte de su mentor: “Freud decía que las mejores psicoanalistas eran las mujeres, hasta que se enamoran; una mujer enamorada es la mejor paciente del psicoanálisis”), o, en fin, a la ciertamente compleja estructura emotiva de esa heroína hitchcokiana por excelencia, en continuo devaneo entre la rectitud y un asomo de pasión desenfrenada, entre el titubeo vital y la fortaleza profesional (la excusa del psicoanálisis da mucho juego: no son pocas las secuencias en las que hace sufrir a Peck, para después, una vez le ha vencido, cuando Peck se desmaya incapaz de soportar la sobrevenida crisis, ella le abraza amantísima), entre la vulnerabilidad y la impasibilidad más supina (puesta en la picota en situaciones como aquélla, genial, en la que los dos amantes, a la sazón doctora y paciente, discuten quién tiene que dormir en la cama y quién en el sofá, y la Bergman rechaza la oferta del galán de compartir cama o de que él duerma en el sofá para decirle que corresponde al paciente dormir en la cama y a la doctora en el sofá; acto seguido veremos que Peck se despierta... en el sofá). En una de las últimas secuencias del filme, Gregory Peck le dice a Ingrid Bergman que ella es la mejor detective y la mejor psiquiatra. Asociación de perfiles que me viene muy a propósito para describir el sentido de las partituras visuales y psicologistas de Alfred Hitchcock, un auténtico detective de las pulsiones del alma humana, inagotable escrutador desde aquel ojo omnisciente en el que convirtió a la cámara.

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