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frenético

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Frantic

Director: Roman Polanski.

Guión: Roman Polanski, Gérard Brach, Robert Towne.

Intérpretes: Harrison Ford, Emmanuelle Seigner, Betty Buckley, Gérard Klein, Jacques Ciron.

Música: Ennio Morricone.

Fotografía: Witold Sobocinsky.

  EEUU. 1988. 115 minutos.

 


 

 

 

Lost in Paris

 

A pesar de tratarse de la película en la que Polanski contó con el más taquillero de los actores que jamás poblaron sus obras (Harrison Ford, un auténtico icono del cine en aquella década), Frantic no se cuenta entre los títulos más celebradas de una filmografía tan excelsa como la del realizador de The Pianist, y se la acusa -con razón- de suponer uno de los productos más planos y convencionales de su autor. Frantic es un thriller moderno en toda regla, que narra el periplo vivido por un acomodado médico norteamericano cuando, recién llegado a Paris con su esposa, ésta es secuestrada por razón de una fatal casualidad. En cierto modo puede decirse que el filme funciona a dos niveles, por un lado en la citada senda del thriller puro y duro, que sostiene la trama y se agencia de la última media hora larga del metraje; por otro, una historia de ecos hitchcockianos sobre falsos culpables, agravado por el hecho de la condición de extranjero de Richard (Ford) en la ciudad de la luz y por la barrera añadida por su desconocimiento del idioma. Si como filme de suspense las premisas en las que se mueve resultan demasiado consabidas e incluso mediocres (el mencionado desenlace, que mezcla a árabes, judíos y oficiales diplomáticos norteamericanos en pugna por el mcguffin en cuestión, está tratado argumentalmente de un modo trivial, acelerado e incluso incongruente), mayor interés hallamos en el acerado retrato del hombre acorralado que lucha contra el tiempo y los elementos, el antihéroe sometido a  peripecias físicas (andar descalzo por un tejado, defenderse de unos individuos hostiles desnudo y cubriéndose las partes nobles con un oso de peluche –sic- antes de ser abatido por una certera patada en la cabeza) y a afrentas morales (el hecho de que todos los parisinos con los que se encuentra le logren sacar dinero, el entredicho en que queda su condición refinada en sus inoportunos encuentros con colegas de su profesión, o en la farsa que se ve obligado a exponer a la policía). En ese sentido se enhebra el tercer personaje que Polansi encaja en la trama, el más agradecido de todos ellos, una ladrona barriobajera de buen corazón, interpretada por la que era entonces su nueva novia Emanuelle Seigner, que sirve de engarce argumental en la trama de fondo pero sostiene más bien el reflejo de la vertiente humana del personaje protagonista, su vulnerabilidad.

 

Secuencias aisladas

 Sobre la puesta en escena de Polanski, resulta cierto que son demasiados los corsés a la narrativa convencional, de plana intención rítmica, que se interponen a la indomeñable idiosincrasia autoral que le conocemos por tantas otras obras. Es en secuencias aisladas donde detectamos su gusto por lo atmosférico, entre lo virulento y lo hipnótico, o la extraña lírica visual del autor de Rosemary’s Baby. Saco a colación la secuencia en la que Ford trepa por un tejado parisino en condiciones cada vez más paupérrimas, en idéntico peligro para su integridad que para el fino alambre que sostiene las posibilidades de recobrar a su esposa; o aquélla otra que nos muestra el zapato desencajado de Michelle (Seigner) cuando ésta es abatida por un disparo. Arrebatados pero demasiado aislados tours de force escénicos para un filme en definitiva demasiado insulso.

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