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Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal.

Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal.

Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull

Director: Steven Spielberg

Guión: David Keopp.

Intérpretes: Harrison Ford, Shia LaBeouf, Ray Winstone, Karen Allen, John Hurt, Cate Blanchett.

Música: John Williams.

Fotografía: Janusz Kaminski

EEUU. 2008. 124 minutos.

 


 

 

Viejos amigos

 

No son los años, ni el rodaje. No acepto que la razón por la que el viejo Indy haya perdido tantos enteros míticos tenga que ver con mi edad (me refiero al hecho de ser mayores, y no aquellos críos que miraban pasmados el descenso de la enorme roca rodante o la carrera de las vagonetas). Tampoco quiero sacar las cosas de lugar ni de quicio: no creo que Spielberg y Lucas hayan profanado la memoria de esos tres títulos cabales del cine de aventuras contemporáneo. Ni siquiera, como puedan afirmar los descreídos, que les hayan movido únicamente razones crematísticas. Aceptemos simplemente que han llevado a cabo un ejercicio de autocomplacencia, que los viejos amigos –con el director y el productor, sumo al actor protagonista- han querido reunirse y jugar a despedir el héroe que ayudó a encumbrarlos (y llenó las arcas de su alianza). Así las cosas, en la premisa de Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull han querido hacer caber demasiadas cosas, y no se han preocupado lo más mínimo por cohesionarlas. De lo que resulta un espectáculo, sí, pero más bien inane, que se sostiene única y deliberadamente por razones sentimentales. Nada de tensión, ninguna sensación de peligro. Risas, algunas. Mesianismo de baja estofa, bastante. Una auténtica lástima para los amantes del cine, que sabemos que Spielberg podría haber rodado una magnífica película con el material de que disponía.

 

 Autocomplacencia

 

En realidad, el filme empieza con lujoso portento, con una secuencia inicial en la linea trepidante que le corresponde y con algún instante desopilante al estilo reconocible, considero que bien mesurado (la explosión atómica, que termina con ese hermoso plano de Indy ascendiendo a una colina y viendo la estela de humo en el firmamento). Esa secuencia ya nos está indicando que los tiempos han cambiado, y así nos lo confirmarán las rápidas secuencias de transición subsiguientes,  en las que, primero, es interrogado con hostilidad por miembros del FBI, y después –siguiendo el esquema de la primera y tercera películas- vemos a Indy impartiendo clase y es interrumpido por el decano de la facultad con malas noticias. Aunque de un modo algo aturullado, se produce una válida presentación de lugar y circunstancias, que seguidamente se abre, mediante la ágil presentación del personaje de Shia LaBeouf, a una serie de imágenes iconográficas de los EEUU durante la década de los cincuenta (mixturadas con esa persecución motorizada en clave cómica). Es a partir de ahí que se inicia la trama aventurera que acabará llevando al arqueólogo a la Amazonia, y también cuando empiezan los problemas de ritmo, pues resultan más bien poco convincentes los pasajes que transcurren en Cuzco, y la secuencia nocturna en el cementerio. Pero el descalabro definitivo se produce cuando Marion Ravenwood hace su -tan poco estelar- aparición en escena. Desde entonces y hasta el final de la función, se pretende dar comba al clásico juego de equívoco sexual trasladado a la senectud de los personajes, y aliñado con el descubrimiento de la paternidad por parte del protagonista, ideas tan válidas como cualesquiera otras pero que, en cualquier caso, dan al traste con la trama aventurera, porque, a diferencia de las películas precedentes –que contenían muchas e ingeniosas secuencias de encuentros y desencuentros amorosos-, reciben un zafio tratamiento cinematográfico, Spielberg más atento a reírse de esa vis “entrañable” de sus personajes (o actores: Ford da la talla, pero Allen se pasa la película riéndose de lo que está haciendo) que de integrar esa coda cómica con el meollo aventurero de la ficción. Así sucede que, sean cuales sean los peligros a los que se ve abocada la auténtica troupe que Indy encabeza, su tratamiento narrativo es de una futileza que echa de espaldas (y llega a caer en lo grotesco en diversas ocasiones), y, en correspondencia, el apartado visual, si bien no exento de cierta espectacularidad, es demasiado mecánico, e incluso troca la fisicidad y el sentido de lo telúrico -señas estéticas reconocibles de la saga- por ciertos excesos infográficos. En esa coda tan cercana al despropósito, los clímax pierden cualquier fuerza (de hecho, la narración acaba deviniendo anticlimática), y el exceso propio del desenlace, interesante sobre el papel, se queda en poco más que eso, en una culminación sin apenas oxígeno y un derroche de mesianismo de estampa.

 

Una cuestión de sombreros

 

Amén del empacho de mediocridades puestas en imágenes –en la línea de filmes como El Regreso de la Momia (Stephen Sommers, 2001) o La Leyenda del zorro (Martin Campbell, 2005)-, nos queda el mal sabor de boca de las buenas ideas desaprovechadas por las deficiencias de guión y ese tan obsesivo desapego a las elementales normas de la congruencia narrativa, ideas como las que tienen que ver con la representación simbólica del héroe en ese periodo histórico, los límites del conocimiento o la relación de la locura con la trascendencia (el personaje de John Hurt). A cambio, Spielberg nos ofrece la secuencia-epílogo, una broma a costa del sombrero Fedora, que se convierte en auténtica declaración de principios (o más bien, de finales) de la saga y su protagonista. En cualquier caso, paupérrimo balance para una aventura escrita, producida y dirigida por nombres de contrastado talento.

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