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casa de los babys

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Casa de los Babys

Director: John Sayles.

Guión: John Sayles.

Intérpretes: Marcia Gay Harden, Daryl Hannah, Lili Taylor, Mary Steenburgen, Maggie Gyllenhaal, Vanessa Martínez, Rita Moreno, Dave Baez.

Música: Mason Daring.

Fotografía: Mauricio Rubinstein

EEUU-México. 2003. 111 minutos.

 


 

 

 

Sueño(s) americano(s)

 

Allende la lectura epidérmica del filme –ésa que nos dice que Casa de los babys trata la espinosa temática de la adopción internacional y el sufrimiento que el trámite de adquisición de los bebés conlleva para las madres adoptivas, enfrentadas a múltiples incertidumbres y a un gigante burocrático que cortapisa tan preciado objetivo-, entiendo que hay dos secuencias que resumen a la perfección el leit-motiv temático de la película: en una de ellas, una aspirante a madre adoptante, irlandesa, conversa con una encargada, mejicana, del servicio de habitaciones del motel del que la primera –y todas las demás futuras madres- es huesped. La primera está a la espera de que le entreguen a su hijo adoptivo, la segunda fue madre soltera y entregó a su hijo en adopción. Ninguna entiende nada de lo que dice la otra, pero existe una vía de comunicación en la intimidad: la desazón y el dolor. En la otra secuencia, un joven autóctono que se encuentra en paro, hace las veces de improvisado guía de dos de las mujeres norteamericanas que esperan un niño en la villa de Acapulco, y da claras muestras de admiración por un american way of life que desconoce absolutamente pero que considera la solución a todos los problemas. Una vez más, dos sueños que se complementan, o en este caso el deseo implícito del joven mejicano de haber nacido (o ser adoptado) por padres norteamericanos, lo que implica una auténtica renuncia a sus raíces por el peso de las luces de neón que iluminan íntimamente su concepto de libertad.

 

 

         Confrontación, complementación

 

He hablado de nada más que dos, pero lo cierto es que ninguna de las secuencias que van sazonando esta agridulce historia se libra de ese itinerario emocional y global (esa palabra tan de moda) que, como siempre, propone Sayles. El brillante firmante de Lone Star confronta en improbable armonía dos culturas diametralmente antitéticas y en las que la desigualdad sirve de coda para el complemento. A su vez, y haciendo bueno su talante intimista, la macroradiografía también tiene su espacio para la introspección en las angustias vitales de la completa y compleja retahíla de personajes que van desfilando ante los ojos del espectador, introspección a menudo lírica pero en la que el realizador rehuye sabiamente la fácil senda del melodrama y logra exprimir a fondo el auténtico poso de incertidumbres, victorias y derrotas que se dan cita en ese un lugar en el mundo.  Lo mejor de todo, al final, es que el realizador no juzga a los personajes, y no invita al espectador a adoptar, respecto de ninguno de ellos, una actitud que trascienda, a lo peor, de la condescendencia.

 

 

Sueño(s)

 

  En el desenlace de la función –antes de un epílogo diríase que obligado-, uno de los niños callejeros se dispone a terminar una jornada más: se tumba en la arena tras esnifar cola, y en la duermevela observa el cielo, plagado de estrellas fugaces. Las estrellas fugaces, los sueños, la belleza, son acaso un efecto de las drogas inhaladas por el personaje más joven del filme. Aunque no sea así, son fugaces, y aparecen en la inmensidad inalcanzable del firmamento.

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