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King Kong

King Kong

King Kong.

Director: Peter Jackson.

Guión: Peter Jackson, Fran Walsh, Philippa Boyens, basado en el argumento de Merian C. Cooper y Edward Wallace.

Intérpretes: Jack Black, Naomi Watts, Adrien Brody, Colin Hanks, Jamie Bell, Andy Serkis, Thomas Krestchmann.

Música: James Newton Howard.

Fotografía: Andrew Lesnie.

EEUU. 2005 169 minutos.


 

 

 Mesiánico

 Peter Jackson se tomó la reválida de la ardua labor llevada a cabo en la adaptación de The Lord of the Rings, y –según  confesó abiertamente- se  dio el gustazo de llevar a buen puerto cinematográfico un remake de (y cabría hablar de homenaje a) la película homónima de 1933 que le despertó su afición por el cine fantástico. Lo que Jackson no ha abandonado en este su nuevo y tan ansiado proyecto es su mesiánico concepto del cine como espectáculo, concepto que define a la perfección esta traslación a los postulados visuales (y la tecnología) del siglo XXI de la letra y el espíritu del inolvidable clásico de Merian C. Cooper. Sólo así se entiende que Jackson explique en tres horas aquella historia que en 1933 duraba apenas 80 minutos. Porque pretende llevar al extremo todos y cada uno de los iconos temáticos y visuales de aquella obra, amén de encauzar más fuertemente a la obra el mito de la bella y la bestia que se halla en su sustrato.

 

 

Limpio entertainment...

 

King Kong empieza –como después acabará- con la fuerza de un ciclón: en un montaje visual punteado por una melodía de Al Jolson, el espectador entra en el terreno histórico que el filme recrea, el NY de los años 30, pintado por Jackson y su equipo de producción con el suficiente equilibrio entre la textura preciosista que pretende alentar el mito y el poso de dureza en el afán descriptivo de la realidad social de aquellos años de la Depression. En esos primeros compases diríase que nos adentramos en una suerte de comedia con regusto screwball, género que también transita, junto con los estilemas del cine de aventuras comme il faut, en el ulterior segmento, el que se narra el viaje en barco de los expedicionarios a la Isla de la Calavera. Jackson impone con pulso firme su habilidad narrativa, el limpio entertainment que no se riñe con una magnífica descripción de los personajes, y que nunca pierde de vista ese hálito añejo –tributario de los clásicos del cine de aquellos años- que el tratamiento argumental e incluso visual patrocina.

 

 

...y ecos terroríficos

 

 Sin embargo, el director de Braindead nos recuerda sus orígenes en el siguiente segmento narrativo, que parece quebrar radicalmente con lo previamente apuntado: con una brillante secuencia de introducción, en la que una voz en off cita “El Corazón de las Tinieblas” de Conrad –referencia visible en la película, y obra que Jackson utiliza, en aquel intrincado momento del filme, para conferir un sugestivo trasfondo filosófico a la narración: el joven grumete Jimmy se da cuenta de que no se trata de un libro de aventuras, sino de un auténtico viaje hacia el infierno en la tierra-, se abona el terreno del terror psicológico, y la entrada a la Isla –anunciada previamente con los peores augurios- se convierte en el bastión más truculento –y para nada complaciente- del filme. Con todo ello alcanzamos la mitad del metraje y el momento del rito de ofrenda de Ann al monstruo por parte de los nativos, esto es cuando el protagonista del filme, el Rey Kong, hace su estelar aparición.

 

        

     Kong y Ann

 

Y a partir de ahí, la película concatena una narración paralela en la que, por un lado, asistimos a la expedición para rescatar a Ann, y por otro lado, nos adentramos en la esencia de la historia: la relación que se establece entre el gorila y la actriz, entre la bestia y la bella. En lo que concierne a las aventuras de los marinos –y el equipo de la película-, Jackson filma una serie de secuencias marcadas por un concepto diría que elefantiástico de la aventura: asistimos a una mareante sucesión de episodios, a veces de aliento cómico, otros más truculentos, en los que el filme pretende rendir homenaje a la intemporalidad y hostilidad de aquella isla mediante el sinfín de criaturas –de inspiración prehistórica- que lo pueblan, y que atosigan y merman notablemente el curso de la expedición de rescate: se trata de las secuencias más irregulares de la película, el gusto por el exceso se nota demasiado, y sin perjuicio del cuidado diseño de producción y efectos especiales, el reverso del montaje paralelo acaba banalizando todo lo que atañe a la expedición.  Porque, por el otro lado, en otro rincón de la insana isla, el indómito talante del Gorila somete la naturaleza salvaje y los peligros que la pueblan, para defender a la bella: sin perder el megalómano sentido del espectáculo en las secuencias de acción, nos adentramos en una esfera de intensidades y arrebatos fuera de dudas –desde la abundancia adrenalítica de la despampanante secuencia de la lucha con los Tiranosaurios a las no menos majestuosas escenas de intimidad, narradas con más que notable belleza por Jackson- . Se puede decir que Kong y Ann eclipsan todo aquello en lo que no participan, tal es su capacidad de sugestión – merced de la labor del realizador, pero no menos de los FX, y de la capacidad actoral de Naomi Watts y, porque no decirlo, de Andy Serkis-. En ese sentido, la hechura del personaje de Carl, su peso específico en la función, mengua ostensiblemente, difuminándose un tanto,  deviniendo materialismo la estela iconoclasta y visionaria con la que en un principio se le había caracterizado. Es el precio que el filme  paga por salvaguardar la esencia de la historia: buen ejemplo de ello es el desenlace en la isla, asfixiante captura del animal que se nos narra desde el punto de vista de Ann, y que deja patente la belleza y crueldad de esa relación extraña, emocional, instintiva, germinada entre ella y la criatura.

 

 

Belleza y tragedia

 

No es de extrañar entonces que, al regreso a la civilización, a Broadway, un hábil ardid de guión nos muestre que Ann no ha entrado en el juego de mostrar a Kong como un espectáculo de feria. Y tampoco que el preludio de la tragedia se halle presente en las mejores secuencias finales, no ya el antológico clímax en la cima del Empire State y de la ciudad  –de una hechura formal intachable-, sino esa otra escena en el río helado del Central Park (escena de amor bucólico que termina con la explosión furibunda de un misil), que resume a la perfección la coda de este filme que nos habla de la fascinación por la belleza y la tragedia que en todo lugar la aguarda.

 

 Dialéctica cinematográfica

 

A Jackson se le acusa y acusará de lo mismo que a Spielberg, de ser un director mainstream. Miope punto de vista el de esos detractores, y  peregrinos sus argumentos cinematográficos. Con este personal acercamiento a la historia de la Bestia más célebre de la historia del cine, el realizador de Heavenly Creatures deja patente que tanto su habilidad en el aparato tecnológico que las dimensiones de la producción requieren, como su no menos atractiva impronta visual, no se riñen con un guión bien trabajado, y que se atreve a escarbar más allá de la epidermis de esta historia de amor bigger than life,  apoyándose en referentes culturales de enjundia y sumergiendo su historia en ellos, o estableciendo paralelismos, continuos, entre continente y contenido de este oficio del cine: la relación entre el talante del filme que Carl pretende rodar y el que Jackson nos ofrece; la relación entre los espectadores en Broadway -la pantalla- y en la platea de los cines en los que vemos King Kong; la interpretación cómica de Ann que le salva su propia vida al conseguir que el gorila se interese en sus monerías; el extraño nexo –mediante Ann- entre Dryskoll y Kong... Ejemplos incesantes en el filme sobre una dialéctica que deviene textual en la triste secuencia en la que Driskoll, abatido, recita en voz baja las palabras que escribió en su comedia para que otra actriz –nadie más que Ann Darrow- pronunciara, otro sueño que los acontecimientos parecen haber frustrado.

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