blade runner
Blade Runner.
Director: Ridley Scott.
Guión: Hampton Fancher y David Webb Peoples, basado en una obra de Philip K. Dick.
Intérpretes: Harrison Ford, Rutger Hauer, Sean Young, Edward James Olmos, M. Emmett Walsh, Daryl Hannah.
Música: Vangelis.
Fotografía: Jordan Cronenweth.
EEUU. 1982. 96 minutos.
Al igual que convenimos en que fueron Spielberg y Lucas quienes reformularon el concepto más espectacular del main stream a finales de los setenta, no está de más recordar la importancia de dos obras del ahora tan irregular pero a menudo solvente realizador Ridley Scott que también asumieron aparatosos riesgos en el campo de la ciencia-ficción (Alien y esta Blade Runner), con obras que, a diferencia de, p.ej., Star Wars, estaban destinadas a un público eminentemente adulto, o al menos arraigados a dos géneros –el terror y el thriller- cuyo consumo masivo resultaba a priori más discutible. Se trata en ambos casos de piezas maestras, en muchos sentidos visionarias, con los tiempos estandarizadas hasta la náusea por sinfín de producciones que raramente logran irles a la zaga.
Thriller con androides
En lo que concierne a Blade Runner, el guión de Hampton Francher y David Webb Peoples adapta para el cine una obra del por entonces no tan célebre escritor Philip K. Dick (concretamente ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?), y en esa libre adaptación del relato de Dick articulan, como digo, un thriller en toda regla, cuya especialidad reside en nada más y nada menos que en: 1) la traslación del espacio narrativo a una abrupta megalópolis de un desesperanzador futuro; y 2) la introducción de los replicantes, androides de apariencia humana, la necesidad de su destrucción/asesinato por cuya sobrevenida rebelión da medida a la trama, y cuya propia existencia y sus vicisitudes cuasihumanas (especialmente, su caducidad) dotan de no pocos resortes al sustrato filosófico/metafísico de la película.
Una obra atemporal
Viendo (una y otra vez) Blade Runner con la perspectiva cambiante de los tiempos queda patente su alergia al envejecimiento –que no se halla únicamente en los alardes de los efectos especiales, antes bien en el tono lúgrube que impregna la descripción del ambiente-, pero, aún más que eso, perdura la sensación de hallarnos ante uno de esos raros ejemplos en los que, quién sabe si con auxilio de la Diosa Fortuna, todos los elementos cinematográficos convergen en sinergia para arrojar un saldo sencillamente superlativo. Como he dicho, el guión de Francher y Peoples construye una suerte de serie negra en un futuro oscuro (si se me permite el retruécano), y el caso es que el empaque del alambicado argumental es innegable, tanto por su devenir narrativo como por la (a veces soterrada pero) continua exposición del sino de los personajes a lo dramático y/o lírico. Este aparato narrativo se enriquece en el apartado técnico, (aún) iconográfico, apabullante desde la fotografía opaca de Jordan Cronenwerth a la sugerente partitura de Vangelis, pasando por los (paradójicamente lustrosos,) tan imaginativos sets que retratan esa ciudad bajo la continua lluvia, deshumanizada, agónica en su latir, eco del más perverso y mercantilizado cruce de culturas…
Lírica sórdida
Y el director de tan singular orquesta parece moverse con idéntica soltura a la desplegada en su precedente y no menos excelsa Alien: Ridley Scott dispone una caligrafía exuberante, atenta al malabarismo estético pero sin sacrificar (como en ulteriores ocasiones le sucedió al realizador) el sometimiento hasta sus últimas consecuencias al cimiento, en este caso bien sórdido, de la historia. Scott sabe franquear la puerta que separa los diversos compartimentos de una narración compleja, cuya solidez no se halla en la mera trama, y su puesta en escena alterna lo estrepitoso (las magníficas secuencias de aniquilación de los replicantes) con una vertiente subjetiva, a menudo tortuosa, en los espacios más cerrados que se ciernen (física y moralmente) sobre Rick Deckard.
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