las noches de Cabiria
Le Notti di Cabiria
Director: Federico Fellini.
Guión: Federico Fellini..
Intérpretes: Giulietta Masina, François Périer, Franca Marzi, Aldo Silviani, Amedeo Nazzari.
Música: Nino Rota.
Fotografía: Aldo Tonti.
Italia. 1957. 116 minutos.
Federico y Giulietta
Al igual que sucedía con Julieta de los espíritus, lo primero que se conviene al referirnos a Le notti di Cabiria tiene que ver con la magistral interpretación de Giulietta Masina, la esposa del realizador, una interpretación que parece abrazar todos los espectros (avanza con una facilidad pasmosa en el alambre entre lo cómico y lo melodramático), y que logra emocionarnos merced de su buen hacer actoral pero también (no me atrevo a decir sobretodo) a lo vehicular que a esa interpretación tiene el argumento del filme, y al mimo con el que Fellini la captura en cada plano.
Del neorrealismo a la autoría
Realizada en 1957, y por tanto una de las primeras obras de su autor, Le notti di Cabiria aún se mueve en los terrenos del neorrealismo, si bien –como sucedió con todos los grandes cineastas italianos de aquel periodo, y en particular como ya sucediera desde la primera obra de Fellina, I vitelloni- está pasada por el tamiz de una visión muy personal, y tan poderosa como la ilimitada capacidad del director para la sugestión del espectador mediante elaborados planos ora descriptivos ora de una lírica inmarchitable.
Parias sociales
Le notti di Cabiria empieza con una secuencia en la que Cabiria es asaltada por su protector (un tal Jorge, al que sólo veremos robarle el bolso a Cabiria y tirarla al río) y es rescatada del agua y de la muerte, con cierta demora, por diversos aldeanos de la condición más humilde, que viven pr la rivera. En esa presentación parece concitarse la tragedia con una inopinada descripción achispada, casi cómica, de los marginados que salvan a Cabiria y a los que ella rehuye. A pesar de su oficio, Cabiria participa de una fuerte moralidad, de una integridad que no proviene de su inteligencia sino de la nobleza de su alma, y que, tras su apariencia de chica jovial y pizpireta, esconde la crasa vulnerabilidad frente a los tiempos y circunstancias que le toca vivir. En ese sentido, hay constante el metraje un especial hincapié en la reivindicación de los parias sociales, que Cabiria encabeza pero que se secunda con una retahíla de personajes de exposición gráfica (Vanda y las demás prostitutas, los aldeanos marginales que aparecen al principio del filme o que habitan en el arrabal, la aglomeración de gentes sencillas que acude al templo a la celebración religiosa, en especial aquel abuelo aquejado de una cojera al que sus sobrinos le arrebatan las muletas en la creencia de que la obra inmediata del Espíritu Santo le permitirá caminar...), y que se contraponen con la carga textual y visual explosiva referida a los refinatti, los acaudalados señores de la Via Venetto, a uno de cuyos más superlativos exponentes, el actor neurótico y desencantado, Cabiria conocerá por casualidad en uno de los pasajes del filme, con quien acudirá a una sala de fiestas (lleno de bellezas tan imposibles como soberbias, que suponen un llamativo caldo de cultivo de la visión propuesta al respecto en la posterior La Dolce Vita), hasta terminar frustrándose su encuentro, improbablemente amoroso, cuando la novia despechada del actor regrese y obligue al mismo a confinar a Cabiria en el lavabo, donde tendrá que pasar la noche en compañía de un perrito (dando así lugar a un punzante símil que equipara a Cabiria con esa mascota de usar y tirar). En otro pasaje de la película, el ya citado de la celebración religiosa, Fellini no elude una gráfica representación de los perniciosos hábitos folclóricos de una sociedad miserable, el agobiante mercadeo en el que se convierte la celebración, la ridícula aglomeración en el interior de la iglesia, la no menos patética evocación doliente que efectúan los peregrinos (en otra secuencia del filme, complementaria a ésta, Cabiria visita a un fraile franciscano, al que solicita que le confiese porque cree que, al casarse e iniciar una nueva vida, finalmente podrá “vivir en gracia de Dios”: con apenas algunos primeros planos de una Cabiria desolada en aquella celebración o en el momento de conocer al fraile, cuando alcanzamos esta secuencia entendemos el dolor que habita en el alma de Cabiria por contravenir, con su oficio y vida de necesidad, los postulados católicos: Fellini está efectuando una dramática, decisiva diatriba sobre la presión castrante de aquella institución sobre el lumpen). La diferencia entre la mirada desacomplejada de Fellini y otras miradas al lumpen –v.gr. la amabilidad capriana-, reside en que el realizador de Amarcord no rehuye lo inevitable y trágico: la traición a la que unos miembros de ese lumpen someten a otros en aras del vil metal; en Fellini no hay complicidad ni esa fuerza grupal que, por ejemplo, ayudaba a George Bailey a sortear la ruina y la cárcel. En las imágenes fellinianas no se trata sólo de que el rico sea el avaro y el enemigo común, sino que el compañerismo entre iguales se pone en entredicho, y el retrato de la miseria es, por tanto, más horrible. O lo que es lo mismo, más realista.
El arte como fuga
Fellini es uno de los mayores visionarios de la historia del cine, y en las estampas vivas de esta película hay un sinfín de detalles escénicos que, más allá del hálito descriptivo o radiográfico que impregna las imágenes, trascienden hacia las temáticas que obsesionaron a la inteligencia y sublime desmesura de su creador, la importancia de las máscaras y los espejos, la ilusión y el sueño, la efímera trascendencia,... Sobre el particular, me quedo con la antológica secuencia del espectáculo del mago hipnotizador, cuando Cabiria se queda a solas, porque la cámara ya no muestra al público, y la voz del mago está en off, reproduciendo una aspiración del mayor voltaje romántico, que se va impresionando en el rostro de Giulietta Masina mientras la cámara juega a un delicado contraste de luces y sombras para alcanzar un auténtico remanso de belleza e intimidad. Cuando el mago chasquea los dedos, es la realidad la que abofetea a Cabiria, al igual que los espectadores que se ríen (incluso uno de ellos grita: “esto es una engañifa”), la que la hunde en la desolación, igual que Jorge al principio del filme y Oscar al final. Esa circularidad argumental, ese principio y final que dejan a Cabiria en la estacada, en la ruina material y emocional, es la triste coda de la que habla Fellini. La única posibilidad de redención para un paria se halla en la evocación, en el sueño, en la huida de la realidad, que se logra mediante el arte, mediante las luces mágicas del cinematógrafo y los sonidos mágicos de la música (la de Nino Rota es esplendorosa), como los acordeones y guitarras de aquellos sonrientes miembros de la farándula que, inopinadamente, logran sortear la lágrima llena de rímel que dominaba el rostro de Cabiria para iluminar, en plena penumbra, una sonrisa.
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