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el político

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all the king’s men

Director: Robert Rossen.

Guión: Robert Rossen, basado en la novela de Robert Penn Warren.

Intérpretes: Broderick Crawford, Mercedes McCambridge, John Ireland, Joanne Dru, John Derek, Ralph Dumke.

Música: George Dunning.

Fotografía: Burnett Guffrey.

EEUU. 1949. 107 minutos.


 

 

El Poder

Quizá  compartiendo trono con Tempestad sobre Washington (Advise & Consent), una de las obras maestras de Otto Preminger, puede decirse sin temor a exagerar que esta All the King’s Men es una de la mejores radiografías que el cine ha efectuado del mundo de la política. Minuciosas en sus descripciones, prolijas en matices narrativos, excelsas en escenografía, ambas obras se erigen en agudísimos retratos de las relaciones de poder. Pero donde Preminger nos habla de circularidad (el pactismo como coda inevitable del ejercicio de poder en la democracia), Rossen –sacando más punta de la que había en el sustrato literario de Robert Penn Warren- abraza la linealidad (el fulgurante ascenso y apogeo de una carrera política individual); de ahí que –el malogrado en castellano- título se refiera al Rey y sus súbditos: más que una biografía de un self-made man que se abre camino como gobernador, la película se centra en el articulado abstracto del poder (en cómo se consigue), tanto como en la (perniciosa clase de) influencia que ese poder despliega a su alrededor, en los círculos concéntricos que genera y a través de los que se organiza(/¿reparte?).

 

Idiosincrasia de Rossen

Por su densa exposición dramática, es evidente que en All the King’s Men interesan mucho más las consideraciones morales que el trazo ideológico. El guionista y realizador Robert Rossen era un auténtico francotirador, un creador de espíritu outsider, un hombre diría que atormentado en su honestidad, cuyos cuadros humanos –que nos han dejado la la herencia de títulos tales como The Hustler, Lilith o la que aquí nos ocupa- se caracterizaban por su profunda vocación lírica, y nunca fueron unívocos, poco o nada susceptibles de las categorizaciones que imponen las concesiones comerciales o la corrección política. Es bien conocido que Rossen tuvo no pocas trifulcas con el Comité de Actividades Antiamericanas, algunas de las cuales quizá tuvieron que ver con la parábola que contiene la película sobre las sutiles formas en las que opera el fascismo en las tranquilas aguas de la democracia, pero por el mismo precio se puede decir que el director también tuvo problemas con diversos grupos izquierdistas con los que se relacionaba, que le acusaron de volcar en el personaje de Willie Stark una representación poco velada de la figura de Josef Stalin.

 

La soledad en la cima

El planteamiento del filme obedece a un patrón que me recuerda al que Orson Welles puso en liza en su magna Citizen Kane, donde un periodista escarbaba en la figura del mecenas del cuarto poder. Aunque la diferencia, de todo punto decisiva, es que aquí esa investigación no es del pasado, sino en tiempo presente: el filme empieza cuando el joven y ambicioso periodista que encarna John Ireland es enviado al pueblo donde Starks (digámoslo aquí: inconmensurable Broderick Crawford) se está convirtiendo en el azote de una comunidad enquistada por su caciquismo. A partir de ahí, los ojos del periodista darán cauce al punto de vista escogido por el filme para desgranar la historia del político. Y en tanto que el personaje de Ireland se convierte en su valedor y aliado nos encontramos con otra diferencia cabal respecto a Citizen Kane, cual es la implicación emocional –moral- respecto del curso de los acontecimientos que se nos narran (implicación de primer orden, atendiendo que Starks se convertirá en amante de la novia del periodista, y comprometerá con mucho el destino tanto de su hermano como de su padre). Ese punto de vista, ese poderoso aliento subjetivo de la función, sirve para encauzar el justo tono que precisa la historia, de la perplejidad y admiración inicial, al progresivo descreimiento conforme avanzan los acontecimientos, hasta alcanzar el poso de amargura que embarga el desenlace. Esa mirada, la del periodista –la que Rossen nos confiere- queda maculada de un modo lento pero seguro, y se patentiza en dos primeros planos: uno que transcurre casi al principio de la cinta, en la primera secuencia en el hogar de los Starks, donde vemos al político, ausente de las palabras que sobre su integridad está declamando su esposa, pensando en quién sabe qué; más adelante, tras perder sus primeras elecciones a gobernador, vemos otro primer plano, diría que siniestro, de Starks, que lejos de sentirse abatido por la derrota le descubre a su confesor que “ahora ya sabe cómo ganar”. A partir de ahí en efecto vemos que la clave del éxito no radica en la convicción que atesora como orador populista, antes bien en la poco escrupulosa selección de aliados poderosos que le aseguren ese éxito (y que por tanto, se convierten en acreedores de sus favores –tesis, por cierto, bien vigente en la política de cualquier sociedad desarrollada-). Superado el ecuador del filme, consolidados los resortes que le aseguran el poder, Starks empieza a adoptar modos de gángster –y el filme, a su paso, modos narrativos y hasta clichés propios del cine negro-. Pero mientras las imágenes nos muestran  las calles llenas de gente vitoreando enfervorecida a su prócer, el narrador subraya la gran mascarada en la que se ha convertido el mesianismo de Starks, y otras imágenes, de naturaleza bien distinta –las que muestran su antiguo hogar, donde habitan su esposa, su padre, y su hijastro ahora inválido- redundan en el fariseísmo de Starks, en el modo en que ha perdido su esencia, lo que podría definirse como la “soledad en la cima”...

 

Maestría de Rossen

 

Parece ser que el montaje original del filme superaba las tres horas de metraje, y que los productores impusieron recortes sucesivos hasta alcanzar la versión que conocemos, de 105 minutos. Huelga decir que ese montaje original –ya perdido- es un(o de los tantos) lujo(s) que la posteridad no ha podido permitirse por las sempiternas y tan estrictas razones del showbiz; en relación con ello, se detecta claramente en esta versión (remanente) que son tantas las ideas expuestas, las referencias de personajes con peso en la historia, que a veces la narración se queda sin oxígeno, que la compresión de temas y conflictos dramáticos es tal que muchas secuencias trascendentes (y de tan bella manufactura) quedan empequeñecidas, hasta quebradas, por la constante necesidad de dar cauce a un vertiginoso ritmo. Rossen lo sortea como buenamente puede, convirtiendo la narración en elíptica en algunos pasajes o recurriendo a imaginativas fórmulas para actualizar los mimbres del relato, como en el caso de esa proyección-noticiario que narra las dudas sobre el tipo de político que es Starks (fórmula que nos remite, otra vez, a Citizen Kane). En cualquier caso, esas fórmulas narrativas, el poderío de tantas escenas, el dominio escénico, y ese haber mantenido el ritmo vertiginoso del que hablábamos en la sala de montaje, nos sirven para atestiguar la hombrada realizada por Rossen, su sapiencia y capacidad de sugerencia como autor de libretos, y también su singular dominio del lenguaje cinematográfico.

 

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