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there will be blood

there will be blood

      

 T. e. Pozos de Ambición

 Director: Paul Thomas Anderson         

 Guión: Paul Thomas Anderson, basado libremente en la novela Oil! de Upton Sinclair.   

 Música: Johnny Greenwood.

Fotografía: Robert Elswitt

Montaje:  Dylan Tichenor

Reparto: Daniel Day-Lewis, Paul Dano, Ciarán Hinds, Kevin J. O’Connor, Russell Harvard,  Dillon Freasier, Kellie Hill, Coco Leigh.

EEUU - 2007 - 145 minutos aprox

 


 

 

 

    

 Correrá la sangre 

     Quería empezar esta crítica quejándome del título que en España se le ha adjudicado a la película, Pozos de Ambición, detestable por diversos motivos, pero no tanto por etiquetar la obra de modo semejante a un culebrón sino por cuanto tiene esa “traslación al español” de quiebro con el pleno sentido del título original de la película, There will be blood, fácilmente traducible por “Correrá la sangre”. En lugar de quejarme más de las nefandas licencias de los tipos que traducen títulos bajo nefandos criterios, prefiero abogar por empezar a llamar a las películas por su nombre. Al igual que hablamos de “Help!” y no de “¡Ayuda!” para referirnos a la canción de los Beatles, o a “Wild Horses” y no a “Caballos salvajes” para mencionar el título de los Rolling Stones, empecemos, por favor, a llamar las películas por su título, no original, sino único. Pensemos que los tiempos de las traducciones, los Sírex y los Mustangs ya han pasado, y creo que felizmente. Supongo que se me entiende. (Ya que estamos, también puedo empezar a recomendar el visionado de las películas en VO, y lo hago encarecidamente: en este caso, sin ir más lejos, la mitad de la superlativa actuación de Daniel Day-Lewis no se ve, sino que se escucha).

 

    Alegorías

   Dicho lo anterior, y sin abandonar del todo la cuestión titular, fijémonos en la intrínseca relación simbólica entre el petróleo (“Oil!” es el título de la obra de Upton Sinclair que la película adapta –muy libremente-) y la sangre (“blood”, que aparece en el título del filme) en las diversas líneas de texto que articula esta apabullante película, relación o equiparación que se hace presente en uno de los discursos pardos que le escuchamos al protagonista, Daniel Plainview,  y que nos ofrece una perspectiva elemental para abordar el complejo entramado histórico-psicológico que el filme desgrana. There will be blood suena a advertencia, a hado terrible. Y lo es. Pero, buscando el símil, existe un parangón entre la sangre que corre por las venas del personaje de Daniel Plainview (la vida que escoge, los acontecimientos que le atañen, el destino que se cierne sobre él) y la sangre negra que emana de la tierra, la clave y motor de la civilización. Ahí es nada, ese parangón entre  texto y contexto abre las compuertas a una interminable retahíla de reflejos metafóricos entre la historia del hombre y la historia de la tierra. Y en ese sentido sucede al final de la película algo parecido a lo que sucedía al final de The Godfather Part II, cuya visión alegórica de América llegaba a agredir de un modo íntimo al espectador. Por la genialidad de ese trazado alegórico tanto como por lo desolado del panorama que por esa vía se impresiona. En el caso de Coppola, desde una perspectiva clásica y analítica, en el de Anderson, a partir de lo intuitivo. En ambos casos, desde el poderío incontestable de las imágenes.

    Consideraciones (a)morales

    ¿Y cuál es ese contexto que deviene texto en There Will be blood? Se fija claramente en la secuencia de presentación y en otro par de sobreimpresiones de fechas que aparecen en pantalla en los primeros compases del filme: 1898, 1901, 1911. Esto es, el primer tercio del siglo pasado en EEUU -en el Oeste: Little Boston, California-, en los años durante los que se fijaron los cimientos industriales, sociales y económicos de la nación americana que hoy conocemos, los años de tránsito entre la conquista de las llanuras/la aniquilación de los indios y la germinación de una civilización que con los años impondría su mecánica por el mundo occidental. Este tránsito se recorrió por la iniciativa privada, incentivada por las ansias de beneficio económico, móvil del progreso en los términos que la historia nos ha dejado. Y no hay mejor paráfrasis dramática de la iniciativa privada que la historia de este self-made man, Daniel Plainview, del que, en esencia sólo sabemos una cosa, que ha consagrado su vida y empeños en convertirse en un magnate –primero, fue buscador de plata, después encontró el filón del oro negro-. Al respecto, interesa mencionar que esa esencia del personaje se va desnudando conforme avanzan unos acontecimientos que, paradójicamente (o no), llevan al espectador a conocerle cada vez menos: ¿cuáles son sus sentimientos hacia H. W., su hijo putativo, el huérfano que se encontró? ¿Realmente no pasa de ser para él un “bastard in a basket”, a quien utilizó para dar imagen de honorabilidad a su negocio e intenciones? Sus únicos intereses son económicos, o quizá tampoco es tan sencillo: un banco le ofrece convertirle en millonario, pero él rehuye el ofrecimiento, porque prefiere seguir extrayendo su petróleo que vivir de las rentas hasta el final de sus días. ¿Y a qué dedica su tiempo libre? A dormir. ¿Y sus años de senectud? A encerrarse en su tétrico caserón y a emborracharse, parece que a regocijarse en la memoria de sus conspiraciones y de los actos –mesiánicos, triunfantes, mezquinos- que le han puesto donde está, sin lugar para demasiados resquicios de duda o remordimientos, cual si de un demiurgo monstruoso se tratara, cual si la cuadrícula depredadora de sus actos fuera el único guión posible de una existencia. La ambición económica sin los lastres que impondría cualquier moralidad. Porque, en cualquier caso, la voluntad de un hombre poderoso no puede dejarse influir por la moralidad, porque el poder no puede ser compartido, porque da lugar a enemigos sedientos por arrebatar una cota de ese poder: ello sucede en el caso de Henry, el falso hermano de Daniel en el que éste deposita una mácula de confianza que pronto se verá traicionada, y que acabará consolidando la soledad abismal en la que el personaje vive y morirá encerrado. Soledad enfatizada y magnificada en el careo de Daniel con el personaje de Eli Sunday (también brillante composición de Paul Dano), antítesis y reflejo especular del protagonista, cómplice y antagonista, partícipe del mismo juego de apariencias (intercambiable en los actos de contricción que de ambos –guiados por el otro- muestra la película, cuya motivación no es otra que el dinero), paráfrasis del mismo desde un punto de vista dramático (¿su fe y su bondad son realmente incondicionales? ¿dónde empiezan y terminan? ¿no es en realidad la Iglesia de la Tercera Revelación una pantalla para medrar económicamente?) y paráfrasis de la misma coda de funcionamiento cultural y social desde el punto de vista simbólico (la definición marxista de la religión como “opio del pueblo”, y en concreto, su ministerio en un país donde los predicadores de integrismos cristianos siempre han tenido formidables parroquias, y por tanto se han eregido en poderosos lobbies –por qué no, puedo citar a los Renacidos, entre cuyos miembros se halla el presidente George W. Bush-).

 

    El director

    Sabíamos de antemano que Paul Thomas Anderson es un director intrépido. Que su película más convencional sea Boogie Nights es una seña inequívoca. Que se atreve con triples mortales sin red lo dejó a las claras en su inolvidable Magnolia. No nos extrañó que después llegara a flirtear con ribetes surrealistas para definir nociones de romanticismo en Punch-Drunk Love. Ni tampoco que ahora, otra vez, cambie radicalmente de tercio temático y se adentre en un territorio mitológico. Lejos de las apariencias, la filmografía del realizador guarda no pocas señas de identidad y cohesión. Hay que buscarlas en el aparato psicológico, en el placer que su cámara siente por retratar las sombras del espíritu. Ya desde su opera prima (la muy estimable Hard Eight), sus personajes siempre se encuentran ante encrucijadas vitales, y son arrollados por una inercia que les supera. Son personajes muy densos, y la cámara les escruta, pero no les juzga; de ello resultan perfiles muy inspiradores, que exudan dolor y humanidad por todos sus poros (hablo de “personajes humanos”, claro está, en un sentido muy diferente del canónico –y tan falaz- en que suele usarse el término). De los diálogos –tantos primeros planos- que la cámara mantiene con ellos se derivan infinidad de matices, motivaciones y preguntas. Pocas respuestas.

   El exceso como desafío

 El poderío de esta película radica sin duda en ese tratamiento de los personajes, pero también en el modo de articular la narración, de buscar continuamente la esencia de la propia imaginería telúrica que reproducen las imágenes (los pozos y canalizaciones, el petróleo y el fuego…), en la temperatura –tan pocas veces mediada- de las imágenes, en la experimentación radical con las elipsis… Todas ellas también son enseñas del realizador de Magnolia, que subvierte cualquier convencionalidad en pos de la introspección en los tan poco ortodoxos territorios cinematográficos que transita. Nos apabulla la carga envolvente de la fotografía de Robert Elswitt y de una partitura musical poco menos que alienígena, pero llena de sugerencias. Logra la belleza por la vía de la fascinación, imprimiendo un modelo estético contundente, que a mí me  recuerda en parte al de dos de los mejores westerns de los últimos años, The Proposition de John Hillcoat y The Assasination of Jesse James by the coward Robert Ford, de Andrew Dominik, todas ellas obras caracterizadas por establecer una relación atávica entre el hombre y su entorno. Y su mitología, impropia porque se aferra a lo particular, pero cierta por cuanto promueve innumerables interpelaciones sobre la generalidad, algo tiene en el recuerdo de un modelo aplicado por un señor llamado Martin Scorsese en una película titulada Gangs of New York y por otro llamado Michael Cimino en otra llamada Heaven’s Gate. Como en ellas, son innegables los excesos, pero quizá sin ellos el resultado no hubiera sido tan estimulante, porque quizá en esos excesos radica el desafío ético y estético que ambas películas proponen. Así que los últimos interrogantes que There will be blood nos deja tienen que ver con nosotros, el público, la crítica. ¿Será un fracaso económico? ¿Se convertirá en una película maldita?

 

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