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Dirty Pretty Things

Director: Stephen Frears.

Guión: Steven Knight.

Intérpretes: Audrey Tautou, Sergi López, Chiwetel Eijofor, Kris Dossanj, Sophie Okonedo, Benedict Wong.

Música: Nathan Larson.

Fotografía: Chris Menges.

EEUU. 2002. 113 minutos.

 


 

 

 

Eclecticismo

 

Hablar de la solvencia cineasta de Stephen Frears a estas alturas se me antoja de todo punto innecesario. Tanto como reconocer su capacidad de movimiento en todo tipo de producciones, ora de los grandes estudios de Hollywood, ora del formato televisivo, ora de la filmografía británica –su filmografía de origen, y a la que pertenece esta Dirty Pretty Things. Y huelga decir también que este eclecticismo es extensible a la absoluta carencia de afiliación genérica de la que siempre ha venido haciendo gala el director anglosajón: en efecto, su impronta de estilo -que siempre pasa por la elusión de cualesquiera ambages formales que puedan menoscabar un férreo control del pulso narrativo- ha quedado patente en todo tipo de narraciones, sea la ficción política (Fail Safe), la adaptación de clásicos de muy diverso pelaje (Dangerouses Liaisons, Mary Reilly), el drama de regusto capriano (Hero), la sátira generacional más amable (High Fidelity), o incluso el género negro por excelencia (The Grifters). Aunque en las antípodas de aquella truculenta y brillante historia de timadores timados, el filme que nos ocupa se sirve precisamente de los códigos genéricos del cine negro para desarrollar su trama, si bien encauza su discurso en el terreno donde más se ha extendido en las producciones firmadas en su país de origen, el de la narración más o menos dramática de componenda social, en esta ocasión centrado en el drama por excelencia de estos nuevos tiempos del new world order, la inmigración.

 

 

         Oscuridad 

 

Si en la estimulante My beautiful laundrette –filme que en 1985 le dio a conocer a escala internacional- ya quedaba patente el lúcido enfoque que el realizador era capaz de elucubrar de las relaciones entre diferentes en el seno de la sociedad británica (no ya entre personas de nacionalidad diversa, sino también en lo concerniente a las tendencias sexuales), parece que los acontecimientos que han marcado el paso de diecisiete años ha oscurecido esa visión, y ello –ay- sin perder un ápice de lucidez:  Dirty Pretty Things es una película oscura, muy oscura: de vocación no ya nocturna, sino directamente sórdida, erigida desde escenarios rituales que no tienen nada de halagüeño (los recovecos nocturnos y cargados de sombras del hotel Baltic, la penumbra del aparcamiento, la sala de operaciones del médico forense aliado de Okwe –por cierto, excelente Chiwetel Ejiofor-, el cuchitril donde reside Senay, el taller de confección clandestino, el encajonado espacio de aquel locutorio-parada de taxis,... todos ellos siempre maravillosamente encapotados por la fotografía granulosa de Chris Menges), esa cerrazón proviene directamente de la desazón vital que azota constantemente el devenir de los dos personajes protagonistas, y por lo que, como Okwe le dice a Senay en uno de los momentos culminantes de la película, están condenados a la lucha más elemental por la supervivencia, lo que excluye cualquier aspiración superior.

 

 

Underworld

 

La película parece avanzar sobre alambres, y contagia una sensación de angustia constante. Sólo la virtuosa idiosincrasia de Okwe –que le convierte en héroe- consigue finalmente divisar una luz al final de tan laberíntico alambicado, en el que las sombras no provienen únicamente del personaje del Sr. Juan (también magníficamente matizado por Sergi López), pues sabemos que el gerente del hotel –cuya sonrisa idiota puede esconder cierta habilidad, pero no altura intelectual, antes bien una mediocridad campante- no es más que un nexo con ese underworld de corrupciones y negocios turbios de los que no parecen exentos ni siquiera esos dos funcionarios de inmigración cuyo modus operandi la película caricaturiza con saña.

 

 

         El nebuloso sueño de una tierra prometida

 

El desenlace reserva un más bien esperpéntico happy end, tal como era dable esperar de tan descorazonadora coyuntura: Okwe logra salvar la integridad física de la chica –no la indemnidad moral, varias veces vilipendiada- y labrarle un porvenir en forma de pasaporte, y otro para él. También consigue aplicarle su propia medicina al Sr. Juan, y esa vendetta consigue salvar su propia vida, pero no más. El Sr. Juan recuperará la forma y su próspero negocio. El tablero continuarán dejando a las piezas blancas con una clara ventaja y un derecho a la impunidad. Senay buscará nuevos horizontes, repitiendo el nebuloso sueño de una tierra prometida. Okwe podrá volver a casa, tras pagar el precio de perder la propia identidad, el propio bagaje, por muy virtuoso que haya sido. En ese plano final del filme, nos queda claro en que se convierten los inmigrantes en los países de ¿acogida? En meros papeles.

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