pena de muerte
Dead Man Walking
Director: Tim Robbins.
Guión: Tim Robbins, basado en la obra y testimonio de Helen Prejean.
Intérpretes: Susan Sarandon, Sean Penn, Robert Prosky, Raymond J. Barry, R. Lee Ermey, Lois Smith, Celia Weston.
Música: David Robbins.
Fotografía: Roger Deakins.
EEUU. 1995. 110 minutos.
Si queda alguna cosa clara al estudiar la corta, densa e intencionada filmografía de Tim Robbins es que lo suyo son las camisas de once varas. Todas sus películas son un buen ejemplo de ello, y la que aquí nos ocupa es la más sencilla y accesible del realizador, porque lo cerebral cede paso y peso a una perturbadora textura dramática, tan perturbadora como espinosa es la temática que el filme aborda. Partiendo del testimonio de la monja Helen Prejean –encarnada por la esposa del realizador-, Robbins propone una introspección a la realidad de la pena de muerte (en su modalidad de inyección letal) en los States. Siendo claro y evidente su afán de denostar la práctica de dicha pena privativa de la vida, sirve su alegato desde una pretendida, y bastante consistente, objetivización de los elementos que concurren en coyunturas de esta índole: principalmente opone el dolor del reo al de los familiares de sus víctimas, así como lanza su mirada a la realidad socio-económica que lastra no sólo las posibilidades actuales (procesales) sino también el propio bagaje vital (educación) del reo. Para canalizarlo está Susan Sarandon, quien viste los ropajes de Helen, quien recorrerá con el espectador el viaje iniciático hacia la milla verde cuando el condenado a muerte (también espléndido Penn) le solicite auxilio espiritual.
Sosiego
En las antípodas tonales de aquella bomba de relojería sarcástica que era Bob Roberts, Robbins opta por un ejercicio de sobriedad y asfixiante sosiego. Sin otros alardes visuales que los sencillos montajes de plano-contraplano al dueto protagonista en las diversas reuniones que mantienen, siempre –hasta el final- separados por rejas o espejos, Robbins dota de curiosidad a la cámara, que sigue a los diversos peones de tan macabro acto (no sólo los protagonistas, también los voluntarios de la Misión de Helen que colaboran con ella, así como los padres de las víctimas y los funcionarios de prisión) en las comisuras de cuyos conflictos y sinos Helen pretende encontrar el milagro de la comprensión, el perdón y la redención. El que lo logre o no es una ecuación tan indescifrable como el propio concepto de maldad, pero Robbins rubrica una valiosa obra-denuncia cuya mayor virtud es sin duda la elusión de toda puerilidad.
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