ciudadano Bob Roberts
Bob Roberts
Director: Tim Robbins.
Guión: Tim Robbins.
Intérpretes: Tim Robbins, Alan Rickman, Giancarlo Esposito, Bob Balaban, Gore Vidal, Ray Wise, Rebecca Jenkins, David Strathain, James Spader, Fred Ward, Peter Gallagher.
Música: David Robbins.
Fotografía: Jean Lépine.
EEUU. 1992. 98 minutos.
El reverso de Capra
A estas alturas se me antoja innecesario hablar del talante combativo en cuestiones ideológico-políticas del ciudadano Tim Robbins (y de su esposa Susan Sarandon), y de su defensa a ultranza de sus valores liberales e izquierdistas que tantos enemigos le ha labrado en el establishment (el senador McCarthy, qué duda cabe, lo hubiera catalogado rápidamente de comunista). No es de extrañar que sus pocas incursiones tras la cámara se hayan eregido –del modo más deliberado- en instrumentos de fuerza arraigada en esa ideología, y honestamente críticas con el sistema establecido y los valores (o su carencia) en la praxis política o social. Antes de aquella intensa obra que denunciaba la pena de muerte (Dead Man Walking) y del mesiánico retrato del zeitgeist de la Nueva York rooseveltiana (Craddle will rock) un Robbins-actor saliente de ejercicios paródicos y sabiamente viperinos promovidos por Robert Altman (The Player y Short Cuts) concentró sus energías y talentos como realizador en este Bob Roberts, filme que podríamos calificar, de entrada, como reverso de un remake de Caballero sin espada. Como en el filme de Capra, se narra la irrupción en las instancias políticas de un ciudadano de a pie, un self-made man (proto)típicamente americano, a la sazón cantautor folk. Pero la palabra clave de la definición es “reverso”, y ello porque, conforme se va desgranando la información al espectador, se va levantando el velo de aquella especie de lucha de un hombre contra el sistema, y podemos conocer el lobo tras la piel de cordero, el talante de aquel neoconservador convencido, reciclado desde las altas esferas bursátiles (contextualicemos: estamos a principios de los noventa, los tiempos salientes de aquella tan perniciosa borrachera lucrativa de los yuppies de Wall Street), y auspiciado económicamente por corporaciones con peso específico en el aparato militar estadounidense y con contactos en aquellas instancias de la “Seguridad Nacional” (individualizados en el personaje de poses vamíricas –esas gafas de sol perennes en su rostro- que encarna Alan Rickman); conoceremos las insidiosas maquinaciones e inquinas estrategias que Roberts lleva a cabo para domeñar al público -votante- mediante la apelación a sus más bajos instintos y fervores (sin excluir una amarga invectiva a la instrumentalización católica), y la revelación de los más que dudosos fondos que sostentan su campaña (sirviéndose del único personaje con conciencia, y por tanto mártir, el periodista de investigación que encarna Giancarlo Espósito). La fórmula narrativa escogida es de lo más audaz: un documental de seguimiento de campaña que se pretende objetivo: a pesar de que se escatima mucha información, el responsable de aquel documental va tomando conciencia, a veces por inferencias lógicas, conforme los acontecimientos van revelando el talante del ciudadano Bob Roberts.
De la sátira a la elegía
A Robbins le interesa el discurso, y nada más que el discurso. El discurso sostiene cada imagen y situación planteada, partiendo de un cierto cinismo o carga sátira para encauzar, en los últimos instantes del filme, un hálito de acusada elegía. Así se fundamentan sus propósitos, que se atreven a escarbar de un modo mucho más acerado que el promovido por las soflamas de Michael Moore una década después, pero que, como en las obras de éste último, canalizan una airada reacción (y grito casi desesperado) contra la corrupción que sostiene un sistema cuyos valores democráticos se ven ninguneados de facto por superiores intereses económicos, ello logrado mediante la manipulación informativa y los trampantojos más cínicos y aviesos (el ejemplo que propone Robibns, el falso atentado, funciona a la perfección como hipérbole de todo lo expuesto). Lo más grave del caso es comprobar que las formas, actitudes y manipulaciones que Robbins recogía al respecto en las vísperas de la guerra de Irak de 1991 resultan de aplicación aún mucho más categórica diez y quince años después, en el primer y segundo mandatos del presidente hijo de aquél, George Washington Bush, mucho menos difusa la intervención de los mass media en el auspicio del poder (recordemos el conflicto con los votos en Florida en las elecciones de 2001), la manipulación en aras a la justificación –por la vía del miedo reactivo de la ciudadanía- de la actividad bélica (“armas de destrucción masiva”), el sostén corporativo (las empresas de la propia familia Bush, de Donald Rumsfeld y de Dick Chenney, por citar las cabezas más visibles), y, en fin, la más ferviente afiliación a los tics más rancios de la facción neocon republicana (el presidente de los Estados Unidos forma parte de un grupo ultracatólico denominado “los renacidos” –cuyo carácter sectario se retrata, de forma visionaria, en aquel plano del filme en el que los fanáticos de Roberts hacen guardia a las puertas del domicilio del político, mientras sostienen cirios y crucifijos, y terminan abrazándose y dando gracias a Dios por el asesinato del periodista que encarna Espósito-).
Referenciales
En esa coda discursiva, el filme utiliza no pocas insignias temáticas y visuales que avalan el contenido crítico que se propone. Más allá del apoyo de tantísimos actores liberales que quisieron aparecer en la pantalla (John Cusak, Helen Hunt, Ray Wise, Rebecca Jenkins, David Strathain, James Spader, Fred Ward, Peter Gallagher y la propia Sarandon, por citar unos cuantos), son infinitos los mecanismos narrativos que buscan enriquecer la narración en subtextos reconocibles y que promueven la reflexión. Sin ir más lejos, los enunciados de las canciones –y carátulas de los discos, y contenido de los videoclips- de Roberts, reacción grotesca de los ítems de Bob Dylan, profeta de la generación que se pretende ningunear; a su vez reciclaje salvaje y obtuso de las fórmulas netamente izquierdistas de aquel campesino que se erigió en sustento ideológico de la izquierda en los años de la Depresión, Woody Guthrie (a quien se remeda su maravillosa “This land is your land”, y una de cuyas canciones, de significativo título –“I’ve got to know”- acompaña los créditos finales); la aparición de Gore Vidal interpretando al sensato político que será vencido en las urnas –que sea el escritor quien interprete ese papel promueve no pocas y pesimistas lecturas referidas a la derrota de lo intelectual-; o en el apartado de la puesta en escena el constante recurso al elemento televisivo y su continuo gusto por el efectismo (parangonado, hacia el final de la película, con una gran solución de puesta en escena, aquélla en la que vemos hablando al periodista que encarna Espósito en el reflejo de un televisor...apagado).
0 comentarios