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Qué verde era mi valle

Qué verde era mi valle

 

How Green Was my Valley.

Director: John Ford.

Guión: Philip Dunne, basado en una obra de Richard Llewellyn.

Intérpretes: Walter Pidgeon, Maureen O’Hara, Roddy McDowall, Donald Crisp,  Sara Allwood, Irving Pichel.

Música:Alfred Newman.

Fotografía: Arthur C. Miller.

EEUU. 1941. 115 mins. aprox.

 

            


 

 

             Lecciones de vida

 

        Aunque no son pocas las secuencias de esta obra maestra que contienen dosis de auténtica magia cinematográfica, me gusta rememorar especialmente aquellos instantes que tienen que ver con el aprendizaje del joven Huw Morgan. La lucha de Huw por su supervivencia en la escuela y bajo el yugo del despótico profesor, y el modo en que sus hermanos deciden no interferir en sus problemas porque confían en el instinto, capacidad de decidir del pequeño; la discusión con sus padres sobre lo que quiere llegar a ser en la vida –la diferencia de óptica entre la experiencia y el cansancio de una vida por parte del padre y el peso de la tradición en el pragmatismo de la madre-; la lectura de La Isla del Tesoro y los demás libros que le acompañan en su convalecencia; y especialmente la conversación que mantiene, en un descanso, con el reverendo Gruffydd, quien le revela que rezar significa hacer examen de conciencia e indagar en la propia personalidad.

 

 

          Nostalgia

 

          Huw, recordemos, narra en off la historia de su tierra, aquella comunidad minera de una zona rural galesa. Huw empieza su historia diciendo que se marcha, por lo que sabemos que vamos a entrar en una narración recubierta de la sustancia agridulce de la nostalgia, de evocación de unos viejos tiempos que no volverán (por cierto, aunque no conste acreditado, la voz de Irving Pichel, el narrador, contiene las claves y la medida exacta del completo tono del filme). El crecimiento de Huw reviste ese sentido de viaje hacia la oscuridad, de lenta pero despiadada pérdida de la inocencia; el paso del tiempo para el narrador se traduce para el espectador en la conciencia de los acontecimientos que atañen a la completa comunidad, hasta ese triste desenlace en el que la luz del corazón del que nos narra parece provenir únicamente de la añoranza, de los viejos recuerdos de los campos verdes de un lugar en el mundo condenado a perecer.

 

 

          Tiempos modernos

 

          El maestro John Ford captura en las imágenes la esencia narrativa del clásico literario de Richard Llewellyn. En los primeros compases del filme muestra diversos sketches de la vida comunitaria de la pequeña villa galesa, tales como los viajes de ida y vuelta a la mina o las fiestas en casa de los Morgan, escenas cargadas de luz y de una contagiosa joie de vivre. La primera sombra aparece en el modo en que Angharad (inolvidable, como siempre que Ford la retrata, Maureen O’Hara) mira al reverendo Gruffyd, revelando a las claras el amor reverencial e imposible que uno y otro se profesan. La segunda sombra será más alargada: el propietario de la mina reduce primero el sueldo y después la plantilla de mineros: en el seno de la familia Morgan se produciran confrontaciones que no por lacónicas dejaran de ser trascendentes, conflictos entre la aceptación de las normas por parte del pater y la toma de conciencia sindical por parte de los hijos. Aunque los el niño que narra la historia no se detenga en sentimentalismos, aunque los protagonistas de How green was my valley se caractericen principalmente por su estoicismo, el filme deja claro que nada menos grave que la emigración de diversos de los hijos a América marcará la necesidad de la familia. En los últimos compases, la sombra extenderá sus fauces hasta borrar la verdura del valle: por un lado, sendos accidentes laborales provocaran la muerte de Ivor –el hermano mayor de Huw- y de Mr. Gwillym; por otro lado, las alcahuetas harán sangre de los sentimientos de Angharad hacia Gruffyd, estigmatizando la imagen en sociedad de toda la familia Morgan: Huw acudirá sólo a la iglesia en la que es la secuencia que desmorona más despiadadamente aquella joie de vivre y aquella complicidad comunitaria que habíamos visto en un principio: el reverendo abandona la parroquia, no sin antes dar una última valiosa lección a Huw cuando deja a las claras que la doble moral anida entre los parroquianos y que esa corrupción espiritual será el hado de la comunidad.

 

 

          La mirada de John Ford

 

          Ford es consciente de los grandes temas que tiene entre manos, y sabe imprimir una superlativa fuerza a las imágenes. Desde la riqueza con que la cámara relata las escenas corales a los planos de detalle que revelan los sentimientos en los rostros de los protagonistas, pasando por aquellos momentos de pura acción física, Ford da muestras de su portentoso dominio de la técnica cinematográfica. Amén de esa dirección de actores tan encomiable –y el magnetismo que la cámara logra arrancarles: son inolvidables las emociones que con palabras o silencios nos dejan Walter Pidgeon, Maureen O’Hara, Roddy McDowall, Donald Crisp o  Sara Allwood-, los ilimitados recursos de puesta en escena que Ford atesora convierten en memorables un sinfín de secuencias, en los que son los ojos del espectador –y no sus oídos- los que reciben directamente el brío narrativo y la descarga dramática, contagiando a todos los sentidos. How green was my valley es una obra inmarcesible, de belleza sin parangón, uno de los muchos exponentes de la filmografía del realizador de The Searchers que le avalan como uno de los creadores más prolíficos y brillantes de la historia del cine, sino el que más. 

 

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