la joven del agua
Lady in the Water Director: M. Night Shyamalan. Guión: M. Night Shyamalan. Intérpretes: Paul Giamatti, Bryce Dallas Howard, Jeffrey Wright, Bob Balaban, M. Night Shyamalan, Mary Beth Hurt. Música: James Newton Howard. Fotografía: Christopher Doyle. EEUU. 2006. 112 minutos.
Una película fallida
La película que precede a la presente en la filmografía de Shyamalan, The Village, ostentaba tales cualidades fascinatorias que dejaba en segundo plano otras de sus más celebradas obras (incluida la magnífica Unbreakable). Alentaba, aún más claramente, la alta jerarquía que el realizador de origen hindú aspira a alcanzar en el panorama cinematográfico comercial de las últimas décadas, merced tanto de su sabia reformulación de los cánones del cine fantástico (introduciendo pasajes discursivos de raigambre cristiana sin que éstos pareciesen metidos con calzador) como de la a menudo desbordante, apabullante sugerencia de su puesta en escena. Pero por el mismo precio, esperábamos grandes cosas de esta Lady in the water, que se reveló como un filme categóricamente fallido. Una auténtica lástima.
Creer en las hadas
En primer lugar, la fábula que en principio consigue engarzar Shyamalan empieza a tambalearse a medio metraje, para caer en picado conforme nos vamos acercando al desenlace. Ello se debe principalmente a que los necesarios resortes de congruencia se van fundiendo en lo futil y hasta en lo risible, opciones éstas que demuestran, entre otras cosas, que en esta ocasión la rigurosidad en la preparación del libreto argumental brilló por su ausencia (circunstancia para quien esto suscribe totalmente inaudita a la luz de las meticulosas técnicas con las que el realizador de The Sixth Sense se acerca a la perfección argumental). En realidad, intuyo que Lady in the Water debió erigirse en una historia genial en la que el guionista y director lanzaba una parábola en este caso no arraigada en motivos religiosos, antes bien relacionada con nuestra relación con los mitos: una vez más, Shyamalan nos llama a Creer, pero no en milagros o fantasmas o superpoderes, sino en la existencia de las hadas; así se trazaba una denuncia sobre el descreimiento como coda de pensar y actuar en las sociedades contemporáneas (ese microcosmos lleno de simbolismos en que se erige el bloque de apartamentos). El trazo, insisto, se intuye en muchas ideas (muy interesantes), pero apenas llega a fluir en ningún momento, porque la (reconozco que ardua) tarea de desarrollar esa historia de intrusión de la fantasía en la realidad es francamente deficiente; la densidad expositiva siempre alcanza una concreción demasiado afectada, la mitología de los narf se explica demasiado con palabras y muy poco con actos, y los muchos personajes que debieran oxigenar la compleja trama a menudo están perfilados con desgana.
El cuento que no fue
La obviedad y ciertas pretensiones pedantes (véase, sin ir más lejos, el papel que Shyamalan se reserva) empecen mucho la credibilidad de la película, y la hunden en la miseria del telefilme más chusco en no pocos momentos. A Shyamalan, gran maestro de la sutileza, le sienta mal la sofisticación que este cuento reviste, y por ello la trama nunca llega a apasionar. Bien al contrario, sucede que la narración se va enturbiando, se va empantando en palabras puestas en imágenes de un modo que de gráfico acaba convirtiéndose en forzado. Y uno se pasa la película imaginando lo que Shyamalan le quiere contar, pero sin verlo traducido en imágenes. Y de ello se resiente, claro, el tono discursivo, que precisamente por la mala hilvanación argumental, resulta más evidente (y, ay, impostado) que nunca. No basta con dejar que el protagonista se duerma ante un noticiario que nos habla de la guerra de Irak, o que Bob Dylan habite en las canciones que escuchamos: si uno quiere asumir riesgos, debe atar algo más que los detalles, y da la neta sensación de que el director se pierde en un marasmo de intenciones.
Puesta en escena
Las ideas de puesta en escena resultan mucho menos atrayentes, están mucho menos trabajadas que en las anteriores películas de Shyamalan. La sugerencia –los encuentros y conversaciones entre Paul Giamatti y Bryce Dallas Howard- o la belleza de soluciones aisladas -pienso especialmente en las secuencias submarinas, como ese precioso picado desde el que vislumbramos la aparición del águila- no sirven para dotar al filme del empaque visual que del realizador de Signs sería dable esperar. A este respecto debo decir que la sensación telefílmica que resulta en lo visual está íntimamente relacionada con los problemas del guión, revelando que ambos planos formales conforman un todo indiviso en el cine. Tomemos por ejemplo los diversos y variados planos que muestran el microcosmos escénico (ya sea con panorámicas, planos de detalle, picados, etc): si la narración de Shyamalan fluyera, esos planos cobrarían un enorme sentido, demiúrgico; al no funcionar, la retina los aprecia, pero se diluyen deprisa.
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