a sangre fría
In cold blood.
Director: Richard Brooks.
Guión: Richard Brooks, basado en la novela de Truman Capote.
Intérpretes: Robert Blake, Scott Wilson, John Forsythe, Paul Stewart, Brenda Currin.
Música: Quincy Jones.
Fotografía: Conrad L. Hall.
EEUU. 1967. 134 minutos.
Si Richard Brooks es sin duda alguna uno de los realizadores más sobresalientes de su generación es merced de títulos como Elmer Gantry o Lord Jim, o como el que aquí nos ocupa, brillante adaptación de la brillante novela homónima de Truman Capote. El inmenso talento de Brooks tras las cámaras tenía su parangón en el apartado de la escritura de guiones, y la pirueta que (en ambas facetas) efectúa en este filme a partir del texto de Capote es para quitarse el sombrero.
Penas de vida y de muerte
Brooks es en todo momento consciente del rico sustrato contenido en aquella obra literaria, de los fértiles resortes que en el texto emergían a partir de la narración del trágico acontecimiento acaecido en Holcomb, Kansas, el 14 de noviembre de 1959, y hasta 1962, momento en que los asesinos fueron finalmente ajusticiados en la horca. En su adaptación, Brooks asumió los riesgos que el propio escritor hizo propios en la gestación de la novela, partiendo del profundo respeto a la estructura: los hechos acontecen en idéntico orden al escogido por Capote, y con idéntico énfasis, con sólo dos salvedades (referidas a los últimos compases de la novela: por un lado, evita la introspección en la psicopatología criminal sobre la que Capote diserta, por evidentes razones de “inadaptabilidad”, y por otro lado se ahorra el epílogo de la novela, prefiriendo zanjar el filme con el demoledor plano del ajusticiamiento de Perry Smith y Richard Hickock). Como en la novela, el filme logra transmitir el sentimiento de turbia interrogación por el curso de los acontecimientos que se van despejando (léase, los asesinatos que dan título a la novela, los seis asesinatos a sangre fría: los efectuados por Perry Smith y Dick Hickock, y los que se ciernen sobre ellos). Tras la letra impresa en la novela y tras las imágenes de este filme se cierne idéntica desazón, por las víctimas del desarraigo que mora bajo la plácida superficie de cualquier comunidad humana, y anida el mismo clarividente alegato contra la pena de muerte, alegato inteligente pues parte de un juicio que no culpa o absuelve, sino que se limita a constatar.
Evocación
Toda esta articulación teórica y argumental no se detiene en una exposición visual plana. Bien al contrario, Brooks opta por una puesta en escena para nada ortodoxa, sostenida en la lúgubre fotografía en B/N de Conrad L. Hall y en la partitura atmosférica –a menudo asfixiante- de Quincy Jones; una puesta en escena ávida por el detalle, precisa en la plasmación de concomitancias entre víctimas y verdugos, escrupulosa en el desarrollo abierto y desazonado de los motivos para la maldad de Perry Smith -abundando en la sutileza de Capote mediante sus instrumentos cinematográficos: el montaje, la yuxtaposición de escenas que relacionan a Smith y Hickock con los Clutter, oníricos flash-backs, o secuencias de transición tan chocantes como la recolección de cascos de botella que los asesinos llevan a cabo con la complicidad de un niño antes de ser detenidos. El resultado es una película que hace auténtica mella en la retina y en la capacidad de evocación del espectador (una evocación del horror). Después llegarían obras como Badlands o como Mystic River, que abundarían en los esquinados territorios de la tragedia americana cuya maestría es heredera del sustrato narrado en In cold blood, en el texto escrito del genial escritor tanto como de su valiente, elegante y trascendente trasposición en imágenes operada por Richard Brooks.
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