el cazador
The Deer Hunter.
Director: Michael Cimino.
Guión: Derik Washburn, basada en una historia del propio Washburn, Michael Cimino, Louis Gardfinkle y Quinn K. Redeeker.
Intérpretes: Robert De Niro, Meryl Streep, Christopher Walken, John Savage, George Dzundza, John Cazale.
Música: Stanley Myers y John Williams.
Fotografía: Vilmos Zsigmond.
EEUU. 1978. 145 minutos.
Un disparo
Las armas tienen un peso específico en esta soberbia película de Michael Cimino: el pequeño revolver que John Cazale siempre lleva encima, las escopetas de caza, las ametralladoras, bombas, lanzallamas y demás instrumentos de guerra, y finalmente las otras pistolas que sirven de aparejo para la ruleta rusa. En los dos primeros casos, Cimino se sirve de ellos para mostrar el imborrable rastro que la guerra deja en la comunidad que el filme nos describe; en lo concerniente a las armas bélicas, el filme no escatima imágenes para explicitar su utilidad, la cruenta devastación; y por fin, las pistolas que apuntan la sien de los participantes en el diabólico juego se transforman para el espectador –con una precisión directamente proporcional a la brutalidad de aquellos segmentos del filme- en una metáfora del nonsense que indefectiblemente entraña un conflicto bélico, y las irreparables consecuencias para el alma humana. Se aleja por tanto de las lecturas políticas que han ido punteando las películas de Oliver Stone o Stanley Kubrick que trataban el conflicto de Vietnam, alineándose más bien con el discurso abstracto y tan terrible de “el horror” que espoleaba al espectador de Apocalypse Now. Pero The Deer Hunter abrió fuego antes que la obra maestra de Coppola, y fue, con El Regreso de Hal Ashby, la desencadenante del (que a estas alturas ya se ha consolidado como) subgénero sobre el exorcismo americano de los fantasmas del conflicto en el sudeste asiático.
1. En un lugar de Pennsylvania
Cimino se toma mucho tiempo y muchas molestias para presentar la narración y sus personajes: describe los quehaceres cotidianos de una comunidad de inmigrantes en una localidad industrial de Pennsylvania, su filiación humilde, sus costumbres –mediante la descripción minuciosa de una ceremonia religiosa, primero, y de una jornada de caza, después. Con una elaborada planificación de las escenas colectivas y el recurso más o menos constante a planos generales, Cimino se demora en el apartado sociológico, sin por ello dejar de detallar los roles que se establecen en el seno del grupo de amigos, en cuyo núcleo se sitúan Michael y Nick.
2. Fundido en negro
Tras una pausada secuencia de transición en la que George Dzundza interpreta un tema al piano a modo de despedida bajo la cómplice mirada de sus amigos (secuencia magistral, que tiene los plenos efectos de la calma que precede la tormenta), el fundido en negro da paso a la guerra, segundo segmento del filme y el más corto; aunque también el más demoledor. En estas secuencias, de una aspereza inusitada incluso para la época, Cimino recorre a imágenes reales que intercala con material de archivo (lo hará de nuevo al final, cuando Michael regrese a Saigón), con lo que el espectador acusa aún más el verismo. Tras el capítulo de la ruleta rusa –ocurrencia argumental de primer orden, a cuya importancia ya me he referido-, el ritmo de la película vuelve a dar un giro, y, a la par que los personajes, la narración se fragmenta, se difumina.
3. La muerte de una generación
El regreso a casa de Michael, el alma mater del grupo, es una sintomática muestra de la incertidumbre que la cámara ha ido anunciando: sin la alegría propia de un regreso, Michael evita aparecer en la fiesta de bienvenida que se había programado, y opta por pernoctar en un motel y volver a casa a la mañana siguiente, de puntillas y en silencio. Estas secuencias marcan el inicio del tercer segmento del filme, donde se irá desgranando de nuevo el día a día de la comunidad pensilvana, y en los que Cimino consigue captar a la perfección la progresiva estigmatización del grupo por un pasado que no volverá. Es interesante por ejemplo prestar atención a la compleja relación de silencios que se establece entre De Niro y Streep, cuyo anémico romance –punteado por la magistral pieza de John Williams- está marcado en todo momento por la ausencia de Nick. El reencuentro con éste en los últimos instantes del filme desvela todos los horrores que ya anticipábamos por vía alegórica y contundente: Nick ya no es Nick, y Michael asiste impotente al fin de toda una generación y de un modo de entender la vida. Su pasado, su mejor amigo, se desangra en sus brazos. Después quizá extraña ese epílogo patriótico –y muy emotivo- en el que el filme se cierra al son del God bless America. Puede entenderse como un homenaje a las gentes que viven y luchan por lo que aman, más allá de su triste ironía, la instrumentalización que el poder haga de ese sentimiento; aunque me inclino a pensar, enlazando con el análisis precedente, que el epílogo pretende regresar a la imagen de la hermandad entre amigos, y sólo puede hacerlo mostrando un funeral, donde los supervivientes brindan por los que ya no están. “Por Nick”.
0 comentarios