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senderos de gloria

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Paths of Glory.

Director: Stanley Kubrick.

Guión: Satanley Kubrick, Calder Willingham y Jim Thompson, adaptando una novela de Humphrey Cobb.

Intérpretes: Kirk Douglas, Ralph Meeker, Adolph Menjou, Wayne Morries, Joe Turkel, Richard Anderson.

Música: Gerald Fried.

Fotografía: Georg Krause.

EEUU. 1957. 84 minutos.

 


 

 

 

El último refugio de los villanos

 

Los ochenta y cuatro minutos de duración de Paths of Glory son realmente valiosos desde muchos puntos de vista. No ya desde lo que refiere el análisis cinematográfico (aunque aún faltaban tres años para la eclosión de Kubrick en los grandes estudios con Spartacus, el realizador ya había mostrado su genialidad con su anterior película The Killing –obra que no me canso de repetir que contiene, treinta y pico años antes, no pocas claves de la revolución operada por Tarantino en Reservoir Dogs-), sino desde un punto de vista histórico, sociológico y filosófico. En uno de los primeros instantes del filme, el coronel Dax cita a Samuel Johnson, un ilustre filósofo y crítico británico del siglo XVIII: “el patriotismo es el último refugio de los villanos”. Esa oración no está ahí por casualidad, pues define a la perfección el alcance y sentido de esta maravillosa obra.

 

 

     En las trincheras

 

En el prólogo del filme, una voz en off ya pone al espectador en situación. Nos hallamos en Francia, en 1916. La Primera Guerra Mundial es la “guerra de trincheras”, lo que equivale a decir algo que esa voz over concreta a la perfección: “en dos años, las posiciones habían avanzado sólo unos cientos de metros, y ello al coste de cientos de miles de vidas humanas”. Paths of Glory es un filme que principalmente se dedica a desmenuzar ese concepto, el de “guerra de trincheras”, para hacerlo asible al espectador, para ilustrar la desquiciada ruina para el soldado raso de una estrategia militar en la que el hombre es, por ende, un señuelo (han pasado muchos años desde 1957, año de realización del filme, y, a diferencia de la revisión a la Segunda Guerra y al conflicto en Vietnam, no han sido muchas las obras que han vuelto a aquella cruda realidad histórica: sólo me vienen a la memoria un par de –grandes- películas: King and country, de Joseph Losey, y Gallípoli, de Peter Weir). Las primeras imágenes del filme nos transportan a un majestuoso castillo gascón, donde reside un General (celebra con uno de sus iguales la opulencia del lugar, manifestando que “lo ha adaptado a las necesidades del trabajo”). Pronto dejaremos atrás aquella exuberancia escénica, y pasaremos al subsuelo, a las trincheras, donde la exuberancia es de otra clase, se halla en la planificación y escenificación de Kubrick, en la sabiduría descriptiva, en el realismo sucio que las imágenes exudan. Ese realismo se sostiene a la perfección en el ágil perfil de los soldados –mérito del guión adaptado del propio Kubrick, en el que participó el mismísimo Jim Thompson- y después, en la intensa, trágica y antológica secuencia del ataque (frustrado) a la colina, donde las deflagraciones van inundando los planos de humo, confundiendo la visión de tantos soldados huyendo hacia adelante, mientras un redoble de tambores nos avanza el hado trágico. Posteriormente, regresaremos a la burocracia, a los altos estamentos y a una farsa de Consejo de Guerra, en la que tres soldados esperan a ser condenados por “cobardía”, despótico método decidido por el obtuso General para justificar su fracaso en aquella utópica campaña. A aquellas alturas del metraje el espectador ya ha sido perfectamente instruido en los resortes de la jerarquía militar, ya sabe que, allende la aniquilación masiva inherente a la lucha de trincheras, el soldado raso –el que muere en esas trincheras- es un peón inmovilizado en la nadería más absoluta, expuesto de un modo repugnante a los designios de sus superiores, por disparatados o pérfidos que éstos sean. Esto es, Paths of Glory ya no se conforma con una ardiente soflama contra la guerra, sino que establece una vía paralela, la guerra contra propios, la injusticia contra el más débil, la impía relación que el sistema establece para con los estamentos más bajos del escalafón.

 

 

     Miserias

 

Con esa información perfectamente radiografiada, el filme se permite incidir en el poso de las más íntimas miserias de los peones de tan macabra trama: en un montaje encadenado se alterna una reunión de altos mandos en uno de sus palacios con las últimas horas de miedos y sombras de los tres soldados que esperan ser ajusticiados. Posteriormente –y contra el pronóstico de los códigos argumentales del cine de Hollywood- los tres soldados son en efecto fusilados, y la cámara, sabiamente, sigue aquel asesinato legal con la misma fría solemnidad con la que es observada por la propia milicia y por los observadores. Tras aquel desenlace terrible y mudo, la justicia herida que personifica el coronel Dax (Kirk Douglas) recibirá otra punzada, acaso definitiva, al ser propuesto para sustituir al  General como respuesta de otro de sus superiores a las (justas) acusaciones que vertió sobre el primero. Dax se da cuenta, o el filme hace literal, lo que a título descriptivo ya habíamos constatado previamente: que los juegos y estrategias de poder son una cosa y la carnaza humana en las trincheras es otra, y que a diferencia de los oficiales de rango –que pueden urdir estrategias para promocionarse, para combatir a sus iguales-, el statu quo de los soldados de a pie yace en un pozo sin fondo, en el destino casi seguro de ser aniquilados por la metralla o por el filo de una bayoneta (no es baladí al respecto que en un instante de intimidad antes de la batalla, uno de los soldados discuta con otro de qué modo prefiere morir, de un disparo o de la bayoneta, incidiendo el guión así con mucho cinismo sobre el alcance de las decisiones a las que pueden acceder los soldados).

 

 

     Víctimas

 

En el epílogo de la función escucharemos por primera vez unas palabras en alemán. En una cantina, una chica germana que ha sido capturada es obligada a cantar para los soldados. El jolgorio reinante se va tornando tristeza, y aunque los soldados no comprenden lo que la letra en alemán significa, sí comprenden lo que de melancólico guarda la melodía, y empiezan a tararearla. Kubrick acerca la cámara a diversos primeros planos de soldados anónimos, a los que se ve llorar. Una hermosa elegía al sinsentido de la guerra que hermana a sus principales víctimas, los civiles –como la chica alemana- y la carnaza que perece en el fragor de las batallas –los soldados-.

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