buenos días, tristeza
Bonjour, Tristesse
Director: Otto Preminger.
Guión: Arthur Laurents, adaptando la novela de François Sagan.
Intérpretes: Jean Seberg, David Niven, Deborah Kerr, Elga Andersen, David Oxley, Mylène Demongeot.
Música: Georges Auric.
Fotografía: Georges Périnal.
EEUU. 1958. 113 minutos.
Máscaras (I)
Es sabido que la adaptación de la novela homónima de François Sagan fue uno de los proyectos más personales de Preminger, quizá por la inclinación del realizador a la radiografía sobre comportamientos humanos basados en las máscaras y que guardan turbulencias emocionales bajo su nítida fachada, temas que se hallan en aquella obra igual que en el sustrato de obras precedentes de Preminger, caso de Cara de ángel o Angel y diablo, y además con parejo nihilismo representativo.
Fantasmas del pasado
En efecto, la Jean Seberg de Bon Jour, tristesse recuerda mucho, quizá peligrosamente, a la angelical Jean Simmons de Angel Face, y la principal diferencia entre ambas radica en la clave genérica que enhebra la historia y en las intenciones menos elusivas de la obra que nos ocupa. El filme se abre en blanco y negro, y nos pone en la piel de Camille, que ejerce de narradora, y que desgrana los motivos de esa actitud fría, distante, indiferente en los círculos acaudalados en los que se mueve con los hombres que desean relacionarse con ella. Esa frialdad se torna nada más que tibieza con apariencia afable cuando se pone en contacto con su padre, Raymond (David Niven). Bailando con su enésimo amante de usar y tirar o con su progenitor, la cámara de Preminger utiliza la melancolía de una canción –cuyo estribillo reza el propio título del filme, y que habla de apariencias, de la agridulce tristeza- para capturar a Camille en esa apatía, en el rostro de la Seberg que matiza perfectamente los sentimientos de la protagonista, y que poco a poco se irán desgranando al público mediante un flash-back que ocupa la práctica totalidad del filme, un recorrido en el pasado filmado en color, y que nos sitúa en la costa azul francesa, en la existencia feliz e irresponsable de una adolescente y de su mujeriego padre, y a la relación idílica que ambos mantienen en esos términos, situación que se quebrará con la irrupción de una tercera persona, Anne (Deborah Kerr), una mujer elegante y juiciosa, una persona madura, que romperá la coda de la edénica existencia de Camille al obligarla a estudiar y romper sus escarceos con un chico, al obligarla tácitamente, a ella como a su padre, a sentar la cabeza; cuando aparece la rabia –y por qué no decirlo, los celos- de la adolescente por aquel trastorno de su jovial existencia, sus bajos instintos la llevan a maquinar una treta para alejar a Anne de su padre, treta manipuladora digna de su mente tan despierta como impulsiva, que empezará como poco más que una broma pero alcanzará su objetivo cuando su padre caiga en la trampa de una infidelidad, y terminará de una forma funesta.
Confesión
Semejante premisa se plantea como una confesión, en tanto la escuchamos en la voz over de la Seberg y en tanto la cámara de vez en cuando nos devuelve al presente, al blanco y negro aburrido o quizá vacío, y a esa congoja que conocemos desde el propio título pero que se nos está concretando en los acontecimientos narrados. El férreo guión adaptado contiene unos certeros diálogos, y plantea las situaciones con gran maestría, promoviendo en definitiva una constante introspección, muy severa, en los personajes. El ojo de Preminger se encarga de dotar a esa radiografía de una apariencia desenfadada, a menudo radiante –aprovechando los elementos físicos y coyunturales a su alcance: el escenario elegíaco con el mar azul, las fiestas en los bares y en el casino, los bailes a la luz de la luna, el alcohol como coda...-. Pero conforme los acontecimientos se vayan precipitando nos daremos cuenta de que el sentido de esas ínfulas de feliz intrascendencia no es otro que el de abundar con más dolor que cinismo en el levantamiento del velo que con tanto genio lleva a cabo el filme en su tesis/desenlace, y que no es otro que las turbias e incontroladas pulsiones que mueven la existencia de Camille (y de Raymond) y el precio que sus allegados (y también ellos mismos) pagan por ellas.
Máscaras (y II)
La tragedia inherente a esos personajes abocados a una vida de obsesión y sentimiento de pérdida por mor de su flaqueza emocional queda patente en la simbología del plano final, en el que la cámara muestra en primer plano el rostro aciago de Camille despojándose de su maquillaje (un plano que por cierto Jacques Rivette comparó en su día con Mizoguchi); la universalidad del tema referido en ese plano (y la idea estética que lo sostiene) así como la coda dramática que la película promueve de principio a fin puede explicar que Stephen Frears recurriera a idéntica solución final para Dangerouses Liaisons, una historia de máscaras, celos y engaños adaptada de un libreto escrito en el siglo XVIII por –eso, sí, otro autor francés- Chaderlos de Laclos.
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