robocop
Robocop
Director: Paul Verhoeven.
Guión: Edward Neumeier y Michael Miner.
Intérpretes: Peter Weller, Nancy Allen, Kurtwood Smith, Ronnie Cox, Daniel O’Herlihy, Miguel Ferrer.
Música: Basil Poledouris.
Fotografía: Jost Vacano.
EEUU. 1987. 100 minutos.
Modernidad y serie B
Pocas dudas debería suscitar la afirmación de que Robocop es la mejor película “americana” de Paul Verhoeven, y a la vez una de las joyas cinematográficas del cine de género de aquella cinematografía en los años ochenta. Una obra visionaria por su tratamiento de las imágenes y de la violencia, desligada de la cierta monocromía narrativa de su tiempo en pos de una síntesis y habilidad narrativa deducible de una forma de hacer cine no lejana a la gloriosa Serie B, y al mismo tiempo representante de una indiscutible modernidad de sus postulados argumentales, escénicos y visuales.
Liberalismo salvaje
Incardinable al mismo tiempo a los mejores códigos del cine de acción y de la ciencia-ficción (y analizado en la actualidad, incluso al que ahora llamamos subgénero de cine de superhéroes, pues el sino de Robocop/Murphy sigue patrones tan inspirados como los de las mejores historias que de superhéroes nos ha narrado el cómic y después el cine), Robocop nos presenta lo que podríamos llamar la faz oscura y mundana del futuro, el día a día en un Detroit, una ciudad lóbrega en todos los sentidos –actualmente de las más lóbregas de los States, aprovechada en ese sentido-, en la que la violencia callejera está al orden del día, en la que el liberalismo económico ha llegado al extremo de que una corporación privada, el OPC, tiene la concesión de la policía y del ejército, y donde el oportunismo empresarial se impone con toda impudicia sobre los derechos individuales y sociales, ya sea a pequeña escala (los diabólicos juegos de poder, que algo tienen del más turbio Shakespeare, entre el villano de la función, Dick Jones, y el creador de Robocop, Bob Morton, personaje éste al que, a pesar de ser el valedor de Robocop, el filme no evita mirar con severa acritud) o a gran escala (los noticiarios que van erigiéndose en interludios narrativos, y que nos hablan de un mundo en caos y de la supeditación absoluta del Estado a los intereses científicos paramilitares, mientras mediante cínicos anuncios se ponen en la picota los valores de ese liberalismo económico salvaje que hacen mella en la población –un coche de superlujo, una colección de corazones para trasplante de la marca Yamaha, un juego familiar de destrucción nuclear (sic)…). No es baladí al respecto que Clarence Bodicker (el asesino de policías que tan bien encarna Kurtwood Smith) y Dick Jones como alto cargo del OPC digan en dos pasajes de la película la misma frase –“los buenos negocios están donde se encuentran”-…
El enemigo del hombre
Es sin duda decisivo ese contexto urbano, social y político (y decisiva la habilidad de Verhoeven para precisar su descripción continuamente, con pequeños y certeros detalles visuales, que a menudo se enriquecen unos con otros) para situar y comprender la trama –planteada en términos de auténtica tragedia- del policía asesinado que es reciclado como máquina al servicio de la ley y el orden, y que genera hacia dentro y hacia fuera el conflicto entre ese autómata programado para la justicia callejera y la conciencia humana que aún anida en él (y los sentimientos de pérdida que le torturan, en los magníficos sketches desgajados que muestran restos de su vida familiar pretérita, en imágenes de ensueño o superpuestas a la fría realidad del presente, cuando visita su domicilio en Primrose Lane y un API telemático le muestra la casa confundiéndole con un comprador…; en esos instantes, punteados con las anotaciones más líricas de la partitura de Basil Poledouris, Verhoeven alcanza los ribetes dramáticos que la historia en definitiva, y tan inesperadamente, exuda). Así que Robocop, personaje y película, se acaba erigiendo en una fabulosa metáfora de la lucha de la humanidad contra la burocracia, que puede entenderse tanto literalmente como en la descripción de lo tecnificado; y Verhoeven nos dice al respecto que es una lucha dolorosa, desigual y sin cuartel, una lucha contra todos los elementos, pues todos los elementos están al servicio del Poder.
Murphy
El ojo de Verhoeven nunca pierde de vista esa coda en la tan llamativa manufactura visual del filme: incluso en los pasajes de pura acción. Ya desde el momento, terrible, en el que Murphy es torturado y asesinado por Bodicker y sus acólitos, la cámara toma posición de su subjetividad, y nos muestra en primer plano tanto la lucha inane de los médicos por salvarle la vida como, acto seguido, su despertar como máquina programada. Esos planos subjetivos volverán a aparecer en diversas ocasiones, para tomar una posición narrativa no sólo idéntica a la del héroe, sino en su piel, por dolorosa que resulte. En otros constantes detalles descubrimos la humanidad remanente del personaje: su idéntico modo de conducción (que rasca con el parachoques trasero el asfalto de la salida del aparcamiento), su idéntico juego de dedos con la pistola al enfundarla; y otros menos aparentes pero mucho más geniales: cuando se enfrenta a la máquina RP-209 es herido y emerge su humanidad, y uno de los desperfectos en su chasis es una rotura en su visor, que Verhoeven utiliza para mostrarnos su ojo humano, además mostrando miedo. En el último momento del metraje, el jefe del OPC (Dan O’Herlihy) le felicita por el trabajo bien hecho, y le pregunta su nombre; la cámara muestra el primer plano de Peter Weller, en esa fusión entre lo humano del rostro y lo tecnificado en la zona parietal y trasera de su cerebro, y le escuchamos decir su nombre, “Murphy”, para terminar el filme con esa reivindicación de lo humano, de su debilidad, sus sentimientos y su inextinguible valor, que ha salido vencedor.
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