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imitación a la vida

imitación a la vida

 

Imitation of Life

Director: Douglas Sirk.

Guión: Eleanore Griffin y Allan Scott, adaptación de una novela de Fannie Hurst.

Intérpretes: Lana Turner, John Gavin, Sandra Dee, Robert Alda, Susan Kohner, Juanita Moore, Dan O’Herlihy.

Música: Frank Skinner y Henry Mancini.

Fotografía: Russell Metty.

EEUU. 1959. 118 minutos.

 


 

 

 

Sirk y el melo

 

Nos hallamos ante uno de los más memorables melos de Douglas Sirk, quizá de celebridad sólo compartida por All that heaven allows y Written in the wind, obras todas ellas –y algunas otras de menor remembranza entre el público y la crítica en general- que constituyen el mayor legado de este realizador de origen alemán al Séptimo Arte. Es además Imitation of Life una de las últimas obras “americanas” de Sirk, con lo que resulta de recibo analizarla en ese contexto cronológico como compendio o recapitulación visual y temática de su obra.

 

Mapas emocionales

 

El filme se inicia con unos célebres créditos en los que, mientras escuchamos una tonadilla romántica que habla de la imposibilidad de vivir una vida auténtica cuando se carece de amor, vemos aparecer en pantalla unos diminutos y tenues objetos que pronto descubriremos que son piedras preciosas, aglomerándose sobre un fondo blanco hasta inundar la completa pantalla. Presentación excelente en su sencilla inducción –también en lo formal- del mapa dramático de la historia: Imitation of Life nos presenta el recorrido emocional que durante diez años atañe a dos madres (Lana Turner y Juanita Moore) con sus hijas, así como su relación con un quinto personaje, un fotógrafo amigo de la poco convencional familia (John Gavin) que las cuatro mujeres conforman. El dilatado metraje del filme, cuyas intensidades a menudo se jalonan con memorables elipsis, no escatima una cierta densidad en la narración del sinfín de conflictos que atañen a todos y cada uno de los personajes, principalmente la frustrada relación de Nora (Turner) con Steve (Gabin), y los enfrentamientos entre Annie (Moore) y su hija Sarah Jane (Susan Kohner, interpretando a la chica en su adolescencia) por culpa de las diferencias entre el color de piel de una y otra (negra la madre, blanca la hija), que en el contexto de la segregación racial de aquellos tiempos lleva a Sarah Jane a alejarse de su madre y a renegar de ella. Esos conflictos se plantean en dos épocas distintas (1948 y 1959) que la película visita –y que anuda con un excelente montaje encadenado de transición–, ofreciendo de este modo al espectador un fresco monumental sobre las circunstancias que invalidan de plano la felicidad de cada uno de los personajes en su devenir vital, encuentros y desencuentros amorosos o familiares que en todo caso estigmatizan a todos los personajes, y que el libreto de Eleanor Griffin y la mirada de Sirk saben vehicular a la perfección desde la mirada melodramática, la del personaje arrastrado a un destino que no controla, en este caso víctima de las pulsiones de su tiempo (los conflictos raciales y generacionales).

 

Irrealidad, peligro, pérdida

 

Como fondo textual a esos periplos sentimentales se halla la meteórica carrera como actriz de Nora, desde sus desafortunados primeros pinitos en el mundo de la publicidad hasta su consolidación como gran Dama del Teatro e incluso como actriz de prestigio (al ser contratada por un realizador italiano para efectuar una película con ínfulas –idea que quizá se inspiró en la relación cinematográfica de Ingrid Bergman con Roberto Rossellini-), y la opulencia que aquella fama trae consigo. No es dato trascendente, más bien cabal: la condición de actriz de Nora se desdobla sutilmente en la demostración de su dificultad para relacionarse con los demás (en cómo la ven los demás), y enlaza a la perfección con el propio título del filme. El apartado escénico, el tránsito de aquel más bien lúgubre piso en Nueva York a la ostentosa mansión llena de luz ostenta su propio peso en la narración en idéntico sentido al señalado. También esos tonos en color pastel, que conforme ganan intensidad con el avance del metraje también abundan en un indefinido sentido de irrealidad –que a menudo se pierde al final de las escenas, embruteciendo lo que queda tras ellas: la sucia realidad-. Sirk también muestra la importancia de la música en una atinada utilización de la misma: en las secuencias de la búsqueda de Annie de su hija en los tugurios diversos se produce una contrastada quiebra con las convencionales melodías precedentes y nos adentramos en los sonidos de percusiones e instrumentos de viento de música negra: es un modo brillante de acentuar la sensación de peligro que acecha a Annie y sobretodo la sensación de pérdida (y casi de tragedia en ciernes) que concierne al espectador.

 

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