vivir rodando
living in oblivion
Director: Tom DiCillo.
Guión: Tom DiCillo.
Intérpretes: Steve Buscemi, Catherine Keener, Dermot Mullroney, Danielle Von Zerneck, James Le Gros.
Música: Jim Farmer.
Fotografía: Frank Prinzi
EEUU. 1995. 89 minutos.
Cult-movie
Nos hallamos indudablemente ante una de las cult-movies emergidas de la cinematografía norteamericana más o menos underground de los noventa. Aunque no hace falta buscar etiquetas para decir que esta Living in Oblivion es una magnífica comedia, que conjuga originalidad en la forma y una vasta capacidad para el humor inteligente en el fondo. La temática del filme se alinea en lo que podríamos llamar “el cine dentro del cine” y nos propone un viaje en sketches (pocos y bien condensos) a los entresijos de un rodaje cinematográfico (específicamente del rodaje de una película de cine independiente, lo que le confiere a la sátira no pocos y muy saludables ribetes de autoparodia).
Tom DiCillo
Tom Di Cillo es un cineasta forjado en ese mismo mundillo indie que se retrata en la película, que empezó haciendo pinitos como actor y como director de fotografía para Jim Jarmusch (doble faceta que explotó, por ejemplo, en un título tan inopinable como es Stranger than Paradise), y que luego abrió una filmografía propia como guionista y realizador (con Johnnie Suede, en 1991) que hasta el momento alcanza la poco prolífica cifra de seis títulos (el último, Delirious, en 2007). Su segunda película, la que nos ocupa, es probablemente con la que alcanzó las mayores cotas de un prestigio sin duda merecido. Porque DiCillo es un realizador sin excesivas ínfulas de auteur en el apartado escénico, que encauza su diestra habilidad en desgranar interesantes premisas narrativas con gran capacidad para armonizar la economía expresiva con la punzada psicológica risible, y a partir de ahí –en los mejores pasajes de sus obras- invocar la sugestión desde la sutileza o los espacios subtextuales.
Sketches pesadilla-realidad
Living in Oblivion (“vivir en el olvido”, título juguetón que parte del propio título de la película a cuyo rodaje asistimos –y que en España se simplificó, esta vez sin saña, en “Vivir rodando”-) empieza como un trabajo de campo, la cámara siguiendo en vis diríase que objetiva los preparativos del rodaje de una secuencia de diálogo entre dos actrices, la imagen naturalizada en un blanco y negro granuloso (¿jarmuschiano?) que se transforma en color cuando enfocamos las imágenes que se están rodando, diferenciando así realidad de ficción; se trata de un agudo ardid formal, al que DiCillo saca, sabiamente, un justo partido (después modifica la estratagema –a su opuesto-, y después prescinde de ella). En esa primera secuencia, que podríamos catalogar de planteamiento, asistimos a las innumerables contingencias que pueden dar al traste con una buena escena, algunas relacionadas con la impericia, otras con la mera fuerza mayor, todas ellas que revelan a las claras la cualidad indómita que debe asumir un director de cine (Nick, en una interpretación brillante de Steve Buscemi), pero también el filo del alambre en el que se constantemente se zarandea. La secuencia termina de forma abrupta, y, sorpresa, resulta que no era más que una pesadilla del director. Pasamos al segundo largo sketch, en el que, entre bromas cínicas a costa del star-system y otras private jokes, empieza a aflorar el contenido de fondo de la película: la guerra de egos que articula la creación cinematográfica, por lo que tiene de multidisciplina artística tanto como por los juegos de vanidades y posos de inseguridades que inevitablemente proyecta. Resulta que ese segundo sketch también es una ensoñación, en este caso de la actriz principal (también espléndida Catherine Keener, que aquí se labró sin duda buena parte de su fama como musa del cine indie de los noventa), pero poco importa ya, porque, ahora lo sabemos, la indisciplina argumental –que empareja la película con la película-dentro-de-la-película- no tiene mayor interés que el anecdótico. Llegaremos a la tercera de las set-pièces rodada –tercer sketch-, secuencia climática de la película en rodaje –para más inri, una secuencia onírica, que de paso permite a DiCillo lanzar un dardo envenenado a las ínfulas que le otorgó la crítica al surrealismo del Twin Peaks de David Lynch-, y, en el íntimo diálogo entre narración y narrativa, culminación de esa agitación individual de cada uno de los intervinientes en el rodaje (ensoñación textualmente multiplicada), que rubrica con ingenio diabólico las pulsiones emocionales de unos personajes del todo desquiciados en sus propios miedos, delirios de grandeza, y otras neurosis que, nos asegura DiCillo, constituyen la inevitable vertiente humana del acto de creación cinematográfica (y por tanto, del que proviene el acto de creación cinematográfica). Poca broma.
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