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la noche del cazador

la noche del cazador

The night of the hunter

Director: Charles Laughton.

Guión: James Agee, basado en la novela de Davis Grubb.

Intérpretes: Robert Mitchum, Shelley Winters, Lilian Gish, Peter Graves, James Gleason, Billy Chapin, Sally Jane Bruce.

Música: Walter Schumann.

Fotografía: Stanley Cortez.

EEUU. 1955. 95 minutos.

 


 

 

 

     Modernidad

 

A estas alturas, poco queda por decir de este insuperable clásico del cine, dirigido por un actor superlativo que fue pionero en eso de convertirse en realizador no menos superlativo (y que, para más desconcierto, no rubricó ninguna otra película tras la cámara), y que es una patente demostración del concepto de modernidad aplicable al Séptimo Arte.

 

 

Pérdida

 

Contextualizada en el periodo de la Depression, y bajo esa estela coyuntural de miseria y necesidad, The Night of the Hunter nos propone un viaje diría que iniciático –protagonizado por dos hermanos, niños- al dolor y a la pérdida. Utilizando la misma coda que el villano de la función lleva impresas –en una imagen referencial del cine- en los nudillos de sus manos, Laughton pasea su nada complaciente discurso por el tamiz de constantes referencias a la dualidad entre el bien y el mal, que, todas ellas, acabarán disipándose en la cruda realidad emocional que espera a los dos niños protagonistas en el desenlace.

 

 

     Filigrana

 

Para germinar  en imágenes tan arriesgado e imponente discurso, Laughton opta por la filigrana formal, y nos entrega una puesta en escena de lo sombrío de una hechura impactante y bellísima, inolvidable, y que sirve de fiel reflejo visual a la crueldad y sugerencia que en la película se dan cita. La riqueza formal (y genérica: como el mismísimo Hitchcock –con quien, por cierto, el actor siempre se llevó fatal-, Laughton juega a su aire, con total impunidad y con excelsos resultados, a transitar por –o incluso manipular- las diversas teclas genéricas que abraza, desde el drama al terror, utilizándolos nada más que como fuentes del tono muy personal, de la idiosincrasia extraña pero tan bien definida que albergan las imágenes) es el lustroso vehículo de la otra riqueza, la textual, que obedece sutilmente a ese prisma (o contexto) histórico para alentar no pocas y desgarradoras reflexiones sobre el agobiante influjo del dinero en el alma (el engaño, la codicia, la estafa), sobre la instrumentalización de Dios en manos de desaprensivos (no tienen parangón las secuencias que nos muestran en la cerrazón más absoluta del juego de claroscuros el patético misticismo de la Winters, arrodillada a los pies de su verdugo cual de si el mismísimo Mesías se tratara), y relacionado con lo anterior, y más allá, del perfil psicológico de una de las tipologías de personajes que (¿sintomáticamente?) más celebridad han alcanzado en la nación de las barras y estrellas y más popularidad se han labrado en el espectáculo de masas en que se erige el Cine industrial: hablo de nada más ni menos que del psicópata.

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